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DÍAS DE VINO Y ROSAS

Los Candiles

«En torno a la botella de vino blanco o dulce, de pitarra y pitorro, se reunían el estudiante y el cura, el artesano y el obrero, el bohemio y el catequista...»

Los Candiles Imagen cedida por el blog «toledoolvidado.com»

POR MANUEL PALENCIA

Sobre la colina que corona Toledo, junto a la esbelta torre de San Román, abría sus puertas una de las tabernas más emblemáticas de la vieja ciudad. El eco de los pasos en el empedrado del barrio conventual de sombríos muros y escasa iluminación quedaba apagado nada más franquear la puerta por el bullicio cargado de humedad que exhalaba aquella sala de máquinas del ambiente toledano.

Era la nave de los locos y todos queríamos embarcar en ella. En torno a la botella de vino blanco o dulce, de pitarra y pitorro, se reunían el estudiante y el cura, el artesano y el obrero, el bohemio y el catequista. Alternaban las mesas donde se jugaba con parsimonia al dominó con otras en las que los envites y órdagos hacían temblar las lámparas entre diatribas blasfemas. Recuerdo las barajas mohosas de cartas hinchadas y marcadas que recogíamos en el mostrador y el puñado de garbanzos que contaba nuestras victorias. Junto a la barra, un extraño aparato ya inservible ofrecía por 25 céntimos una carga de queroseno para el mechero mientras era mudo testigo de cómo se vaciaban y llenaban sin cesar garrafas y botellas en un continuo trajín de embudos y tapones.

Mis amigos y yo estudiábamos Geografía e Historia , con todo lo que conllevaban aquellas dos dichosas palabras; estudiábamos en las calles, en las casas, en los templos, en las plazas, en los bares. Imbuidos por alguna extraña fiebre de la infancia –creíamos que nacer en esta ciudad nos otorgaba el inaccesible privilegio de penetrar en sus más remotos secretos– ensoñábamos sobre la mesa cuadrada cómo acceder a una redonda, a un Tintagel, a un Camelot, adornados por Morgana, Ginebra, Igraine.

Una tarde, dando buena cuenta de un par de botellas de clarete, tuvimos una idea sublime. Bajamos la voz; en aquel momento nos rodeaba una amplia caterva de políticos de maltrapillo enamorados de la aún joven y bella Democracia que, con sus turgentes pechos al aire, parecía guiarlos como la Libertad de Delacroix enarbolando una bandera de ilusión.

Nuestra propuesta fue refundar la mítica Orden de Toledo.

Como primer y secreto precepto, establecimos la obligada inscripción de nuestros nombres en la portada plateresca del convento de San Clemente, al igual que había hecho el gran Gustavo Adolfo unos cien años antes robando una escalera a un sereno de los que encendían los faroles del alumbrado público. Salimos trompicando del bar y, en confusa algazara, estampamos con un lápiz de carpintero nuestras firmas en la fría piedra de la cornisa, recordando cómo ese curioso vítor había sido contemplado en los años veinte por los caballeros de aquella sacrílega hermandad fundada por Luis Buñuel. Para el cargo de Comendador, pensamos en entrevistarnos más adelante con la abadesa del mismo monasterio y renovar el rito que se practicó hasta bien entrado el siglo XIX, cuando el Viernes Santo sacaban de la cárcel a los presos para pasarlos ante la puerta del Perdón, en la plaza de Padilla; la abadesa daba por dentro tres golpes con su báculo, y el preso que en ese momento acertaba a pasar enfrente era liberado inmediatamente. En nuestro caso el preso liberado sería nombrado Comendador. Por último, aquel grupo de alumbrados se dispuso a ejecutar el principal y más antiguo precepto de la Orden: Vagar durante toda una noche por Toledo, borrachos y en completa soledad. El punto de encuentro al amanecer sería los Candiles.

Partimos a la aventura y durante horas callejeé como un espectro incesante por el dédalo silencioso y solemne que es el Toledo nocturno. El frío y la humedad fueron calando en mis huesos pero, a pesar de todo, me mantuve incólume en mi propósito; los minutos y las horas pasaron y al amanecer me hallé, náufrago y superviviente, ante la puerta cerrada del bar. Esperé iluso y no llegó nadie.

Allí mismo me autoproclamé Comendador de la efímera Orden y escribí estas palabras:

En algún lugar, supongo,

debe de haber un reino

un mundo, un ser

una esencia, una mujer

una bella idea que

solo con tomarla

me haga sentir bien

y vuelva misteriosas las cosas

cuando yo las toque.

Inventarán mi pasado

los hombres con sus sueños

y pronunciar mi nombre

será un largo viaje

de destino incierto

tras el que al fin

todos escucharán

estremecidos

aquel himno gigante y extraño

del que nos habló el Poeta.

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