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El Greco en el siglo XIX (IV)

Cuarta entrega sobre el pintor cretense y el siglo que le encumbró

El Greco en el siglo XIX (IV) abc

por antonio illán Illán y óscar gonzález palencia

Los juicios sobre El Greco abundaron en el siglo XIX . De ellos hemos dado cuenta en anteriores entregas . Con todo, debemos pensar, en aparente contradicción, que los numerosos argumentos vertidos sobre la figura del Cretense en los pasajes señalados no son más que muestras de un proceso de rehabilitación de la figura del pintor. También abundaron en este tiempo otros que mantuvieron el rechazo tradicional de los «ilustrados» dieciochesco que condujo a un desdén tal que se llegó a excluir a El Greco de entre los artistas de la escuela española, con reconvenciones expresas para quien osara incluirlo entre los miembros de tal corriente. Piénsese que su adscripción a la escuela veneciana no es una simple licencia de su condición de discípulo de Tiziano, o, más sencillamente, un jaez que le vino asignado por nacimiento. Mucho más allá de ello, pesan actitudes como la de Pedro de Madrazo, quien, en su Catálogo de El Prado, datado en 1843, no duda en la ubicar a El Greco junto con los pintores de la escuela de Venecia, y fundamenta su juicio en la autoridad de eruditos de la talla de Federico Balart, quien habría de atentar contra la incongruencia de que las pinturas de El Greco figuraran, dentro del Prado, en la misma sala que obras españolas, puesto que el Cretense es miembro de la escuela veneciana. Hasta tal punto es defendido este juicio, que las similitudes estilísticas carecieron de relevancia aun para este mismo autor; él mismo se encargaría de dejar constancia escrita de ello:

«La semejanza de estilo no era razón suficiente para sacar a un pintor de su casa y meterlo en la ajena».

Es justo hacer la salvedad de que Pedro de Madrazo publicaría, en 1880, un artículo en El Almanaque de la Ilustración Española y Americana, donde alude a El Greco como uno de los grandes maestros de la escuela española, palabras que entendemos como una retractación de su precipitada posición inicial.

La tesis de la adscripción a la escuela veneciana fue seguida por autores como Vicente Poleró y Toledo, que, en su catálogo de pinturas de El Escorial, de 1857, citaría a El Greco entre los pintores venecianos. No sería hasta 1910 cuando El Greco es incluido, sin reservas, como miembro de la escuela española, y hay que avanzar hasta 1920 para encontrar la fecha en que el Museo del Prado le habilita sala propia. Sin embargo, no es esta la sombra más oscura del desprecio de que fue objeto El Greco por parte de un sector de la crítica decimonónica; piénsese en casos tan tristes como los de Ramón Mesonero Romanos en su Manual de Madrid, o el tal vez más sangrante por la cercanía a nosotros de la Historia de la ciudad de Toledo , de Martín Gamero, autores para cuya roma sensibilidad El Greco no merece ni siquiera ser citado. Son casos que parecen alimentar la penetrante afirmación de Fernando Arrabal –sobre el que volveremos próximamente en estas mismas páginas -, quien, en un muy recomendable ensayo escrito en 1991, afirma: «De la prudencia, de la sensatez, del patriotismo y del conformismo obtuvo [El Greco] los únicos galardones que podía recibir sin mancillarse: el desdén, la indiferencia y la reprobación».

Las valoraciones precipitadas o resueltamente erróneas se sucedieron durante todo el siglo XIX. Causa cierta aflicción comprobar cómo la restitución de el Greco en su auténtica valía continuaba su proceso a lo largo de la centuria por parte de autores extranjeros, mientras, desde dentro de nuestro país, confrontaban, en el mejor de los casos, las concesiones crecientes al genio de Creta, junto con apostillas censorias sobre supuestas deviaciones del buen gusto. Algunas de las invectivas más amargas fueron las arrojadas por Francisco Mateos Gago, tal vez el más eximio de los críticos de arte del último tercio del XIX en España; hasta tal punto de vehemencia llega su rechazo como revelan las palabras que siguen: «(…) lamento que el Greco no se quedara en Grecia... maldita la falta que hacen aquí sus extravagancias». Mateos Gago se había erigido en campeón de una corriente tradicionalista, con un más que dudoso, pseudofolklórico y castizo orgullo racial que había posicionado a Velázquez como gran artífice de la tradición española, frente a un Greco considerado un simple advenedizo sin raigambre alguna con las glorias patrias. Por desgracia, tan impugnables posturas llegaron a tener alcance institucional, lo que viene refrendado por la actitud del último de los directores del Museo del Prado en el siglo XIX; nos referimos a Federico de Madrazo, que, siguiendo la senda desdeñosa sembrada por su padre, José, se lamentaba, en la muy tardía fecha de 1881, en los siguientes términos: «No puedo arrojar del museo los cuadros del Greco», y, dando libre cauce a su repudio llegó a calificar las figuras de «caricaturas absurdas».

Algunos han querido situar, en ese mismo contexto de rechazo, a Benito Pérez Galdós, lo que no deja de ser una ubicación parcial y, por ello, muy debatible. Nuestra defensa de Pérez Galdós, a este respecto, no es debida, en modo alguno, a que se trate de un autor perteneciente a nuestro canon personal –circunstancia que, desde luego, afirmamos inequívocamente-, sino a las palabras que, con la univocidad y maestría habitual, el gran autor canario dejó para los que lo hemos leído con el mismo placer que atención. Es cierto que, inducido por los hallazgos de la nueva ciencia, la psicología, Galdós escribió un artículo en 1870 en que diagnosticó las «desviaciones» estilísticas de El Greco como causa de un trastorno mental, si bien no conviene sesgar las citas, so pena de señalar lo contrario de lo que el autor expone; veamos qué dice Galdós en ese artículo que titula «Las generaciones artísticas en la ciudad de Toledo », en sintomática correspondencia con su propio parecer: «Un extranjero contribuyente a propagar en Toledo el nobilísimo arte; y si él, por tener tantas extravagancias como buenas cualidades, no puede crear escuela, sus discípulos Tristán, Orrente y Maíno producen obras que por su mérito y homogeneidad pueden formarla. Ese extranjero que nombramos, Doménico Theotocopuli, llamado el Greco, fue un artista de genio, en quien los terribles efectos de una enajenación mental oscurecieron las prendas de un Ticiano o un Rubens. Una inventiva inagotable, gran facilidad para componer, mano segura para el dibujo, y a veces empleo exacto y justo del color y los tonos, son las cualidades que se observan en sus primeras obras; pero después…, el Greco se dio a pintar con un falso color y una expresión imaginaria que marca sus obras con un sello indeleble». Otras apreciaciones de Galdós acerca de El Greco no sólo aconsejan su indulgencia, sino que sitúan al gran novelista del Realismo como uno de los grandes apologetas del pintor de Toledo. No nos estimamos con autoridad para desdecir a quien, a partir de sus lecturas volanderas, deduce conclusiones precipitadas; por ello, invitamos no sólo a la relectura de la obra de Galdós, sino también a la de Álvarez Lopera, a quien sí reconocemos la autoridad intelectual para dirimir la postura de Galdós ante El Greco. Es el propio Lopera el que, con la exhaustividad que acostumbra, sigue el juicio galdosiano a través de Tormento (1884),La incógnita (1888-89), Realidad (1889) y, sobre todo, Ángel Guerra (1891). Cualquiera que haya leído este último título se encontrará, por doquier, con alusiones que hacen pensar que El Greco es el elemento esencial que determina el espiritualismo definitorio la identidad de la mayor parte de los personajes, y, muy particularmente, de su protagonista, que recorre Toledo en busca de sí mismo «buscando Grecos que eran su delicia (…)», apreciando en cada rincón de la ciudad «la fábrica hermosa del severo estilo del Greco ». Pero diremos aún algo más acerca de este capítulo de artistas que enjuician a otros artistas para aseverar de manera meridianamente clara que el Realismo y el Naturalismo literarios fueron indudablemente afectos a El Greco; basten unas palabras de Emilia Pardo Bazán, en un artículo fechado en 1891, donde su opinión sobre el genio del Cretense queda sentenciada de la siguiente forma: «Cualquier pintor moderno me parece un impotente al contemplar la página divina que se llama el Entierro del Conde de Orgaz».

No acaba aquí la síntesis de opiniones sobre El Greco en el siglo XIX. En la próxima entrega ofreceremos las conclusiones.

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