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ABC Cultural

Caligrafía de fragilidad

Desde la calle (Broadway Avenue, la única que corta la ciudad en diagonal siguiendo una antigua cañada india: desde las estribaciones que lame el río Harlem hasta los fortines de Wall Street, el distrito financiero, el farallón de rascacielos que deslumbraba a los viajeros que llegaban a Nueva York por mar, la mejor manera de empezar a «leer» esta ciudad y tal vez la forma obligada de «atacarla»), desde la calle... se intuyen, más que vislumbran, hileras de sombras, acaso paraguas japoneses de papel, sombrillas que amparan de la lluvia de saliva los cócteles más extravagantes, un sembrado de palabras contra la cal.

Desde cerca, como siempre, la realidad es otra. Pero no del todo en el interior de la galería de Lance Fung, que ha invitado a su antigua alumna en el San Francisco Art Institute, Gema Álava Crisóstomo, a desplegar su «Tierra de nadie», una verdadera caligrafía de la fragilidad, quizás «ahora más relevante que nunca», dice como al tresbolillo, como si quisiera que la frase fuera copiada a lápiz, como la misma sombra de sus hilos y agujas, pequeños tendidos tan íntimos que corren el riesgo de pasar inadvertidos incluso después de salvar el tramo de escaleras que separa el horrísono bullicio de Broadway cuando atraviesa el Soho del «silencio de las sirenas». Porque algunas de las cinco «obras» que ahora expone aquí son tan diminutas y sutiles que hay que tomarse el tiempo para ir rastreando la pared con el tesón de Ulises para darse cuenta de que dos láminas de blandísima madera de samba apenas pespunteadas con un hilo componen una de ellas.

HILO DIRECTO CON LAS SIRENAS

A la hora del sábado en que nos encontramos, que es cuando la luz empieza a despeñarse y el azul a volverse cristalografía, el hilo que misteriosamente brota de la pared y pasa por el ojo de varias agujas formando una suerte de tendal podría ser un tendido telefónico que comunicara, precisamente, con las sirenas, pero con la caución de Franz Kafka, como ella no se encarga de subrayar (como quien disuelve su alma en tinta invisible, sella con lacre el «manuscrito» en el interior de una botella y la arroja al mar). Según la versión de Kafka del episodio de Ulises y las sirenas, que Gema Álava Crisóstomo trae a colación con motivo de su escueto repertorio de sombras fugitivas y leve caligrafía, Ulises se volvió loco no de escuchar su canto, sino a causa del silencio. Porque nunca llegaron a cantar.

Con paradojas como la de Kafka y papeles desechados se construye esta madrileña nacida en 1973 que en 1995 ganó el premio Penagos de dibujo y que admite que aunque a veces todavía dibuja a lápiz ahora lo hace directamente sobre la pared, que es su lienzo: «La iluminación de la galería condiciona las sombras que las piezas generan. Las sombras complementan las piezas».

LA OBRA Y LA SOMBRA

No quiere enarbolar frases tan rotundas como «sin sombra no hay obra», por algo la sutileza es su forma de estar en el mundo, o cuando en cierto sentido cose sin olvidar cómo se hacía en su familia, aunque en su caso le sirva para enhebrar memoria y realidad: «Trabajo a partir de experiencias personales, pero la obra no habla de mí, sino de lo que me intriga». ¿Podemos acaso ser sin sombra, y sobre todo en Nueva York, donde las sombras son tan rápidas que pueden cruzar calles y avenidas con la velocidad de un experimentado verdugo al servicio del emperador, donde hay sombras de rascacielos que se acuestan como ovillos de seda en el nido de cristal de otros rascacielos y donde poco antes de la hora de la lejía las superficies laminadas son tan luminosas que la melancolía es irresistible o sencillamente da miedo? Nos convierte súbitamente en huérfanos de cualquier posible identidad. Sombras como las que se escabullen en un vertiginoso picado en las románticas visiones de la condición humana que esbozaba Edward Hopper acaso no muy lejos de aquí. «Mis motivos no son importantes». Letras de cartas de 1912, tiempo congelado, letras recortadas como pequeños aleros de papel contra los que la más mínima incisión de la luz logra un efecto conmovedor. Piezas tan frágiles que se caen al suelo, que vuelan con un suspiro, con el desplazamiento de los cuerpos ante las sombras, víctimas de su propio registro bruto de sombra que no sabe lo que pesa.

Los espectadores se azoran, no saben qué hacer ante los supuestos cadáveres de «hilos, agujas, letras, papeles, maderas». Y ella vuelve a explicar su manual de sombra y caligrafía: «No importa. Se vuelven a colocar». Es su forma frágil de estar en el mundo, una filosofía de caña de bambú que el viento mece al atardecer. Las Torres eran fuertes y fueron reducidas a escombro y a ceniza. Pero ella prefiere hablar como si escribiera a lápiz. Caligrafía de la fragilidad. La que Gema Álava Cristóstomo emplea para escribir ahora mismo en Nueva York y fabricar una memoria que podamos llevarnos y perder sin que las manos se escorien y escuezan, como una levísima propiedad del porvenir.

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