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Dos viejas estampas

| LA TERCERA DE ABC |

... Es decir, se había hecho el diseño de unas víctimas y del odio hacia ellas, para que, como chivo emisario, cargasen con la responsabilidad de todo mal, y con cuyo sacrificio se obtendría la felicidad perdurable; como había ocurrido con los judíos y las brujas, que habían sido marcados para esa función político-religiosa...

EN un determinado momento, don Julio Caro Baroja pareció dispuesto a dirigir y coordinar una serie de estudios sobre el anticlericalismo español, y, más tarde, él mismo publicó un libro dedicado a este tema en el periodo barroco; esto es, un anticlericalismo de cristiandad. Pero el proyecto en cuestión quería, sobre todo, abordar el anticlericalismo moderno, seguramente al socaire de aquellos años inmediatos a la famosa Transición en los que los españoles parecía que teníamos unas ciertas ansias de racionalidad y de civilidad, y que sentíamos luto y vergüenza acerca de un pasado que había sido, desde luego, bastante deprimente y bárbaro. Pero el proyecto no siguió adelante, sin embargo, seguramente por razones muy empíricas; pero no estoy muy seguro, ahora, de si no ocurrió con él también lo que a don Pío Baroja le había ocurrido con su propio proyecto de novelar la historia española contemporánea: que se le vino abajo, cuando comprendió que tendría que incluir la guerra civil española de 1936, que él mismo había vivido. Demasiada carne viva, y llaga abierta. No había entonces, para don Pío, setenta años por medio y una cicatrización social perfecta llevada a cabo por el tiempo, como ocurría por ejemplo con las guerras carlistas. Los aspectos anticlericales mismos, anteriores a esa guerra civil, parecía que podían ser acotados como episodios bárbaros y extremos, y tal llegó a ser la convención más o menos aceptada con la que parecía que debía tratarse este asunto en la historia misma, y, desde luego, en la literatura. Pero algo que ya no podría hacerse con la dimensión que adquirió todo esto en esa guerra civil.

La costumbre, en efecto, ha sido, justificar todo aquello por el curioso sistema mecánico-hegeliano de la justa y comprensible vindicta contra un dominio clerical definido como de estilo asiático; y, por lo tanto, como yendo de suyo, y sin mayor significación. Así es como se revela, por ejemplo, en el título del relato dedicado por don Benito Pérez Galdós a la matanza de frailes de 1834, Un faccioso más, y algunos frailes menos, y en la poca entidad que el hecho tiene allí. En el relato, esa matanza aparece -para decirlo con una encantadora fórmula de ahora mismo- como formando parte de la cultura del pueblo, que, cuando se mostraba de vez en cuando interesado en la vida política, levantaba trincheras callejeras, lanzaba adoquines contra los militares o la fuerza pública, y destrozaba iglesias o hacía algunos muertos entre los clérigos. Así que estampas costumbristas de dos julios eran tanto ésta matanza de frailes del tiempo del cólera de julio 1834, en Madrid, como luego la de la Semana Trágica de Barcelona de finales de julio de 1909. Y se llevaron a cabo, por cierto, con una cierta comodidad, bajo gobiernos conservadores, y no parece que provocaran luego demasiadas meditaciones a políticos, gentes de pluma, famosos analistas que se tuteaban cada día con la historia, y a la parte de la sociedad que se acostumbra a tener por consciente. Ni tampoco se exigieron grandes responsabilidades criminales por todo aquello para sus diseñadores y dirigentes, por lo menos en el caso de los sucesos de 1834; y el pago de gastos de aquellos festivales corrió, más bien, a cargo de pobres gentes manipuladas y entrenadas en el odio, como aquel pobre demente y desharrapado que, unos días antes de esa matanza, se presentó en una tienda de Zaragoza, preguntando si era allí donde pagaban por lo que va a pasar, y cobró.

El caso fue que en Madrid, el día 15 de julio de ese año, con un calor ardiente y las noticias continuas de muertes producidas por el cólera, una cierta chusma, acaudillada por expertos, desfiló por las calles voceando que los frailes habían envenenado las fuentes públicas; y luego, en plena Puerta del Sol, junto a la fuente de la Mariblanca, linchó a un pobre golfillo, a quien se vio aproximarse a los cántaros de los aguadores. Se entendió que trataba también de envenenar el agua, y ello quedó enseguida confirmado, cuando se vio correr a otro muchacho a refugiarse en la residencia de los jesuitas de la Red de San Luis; de lo que se dedujo que actuaba al amparo de ellos. Enseguida se implicó a todos los demás frailes; y muchos fueron muertos, mientras ardían iglesias y conventos como luminarias de fiesta al caer la noche. Siluetas románticas.

Si el asunto no fuera tan dramático, podríamos añadir con cierta ironía, que, por el contrario, la otra quema de conventos y muertes de frailes y monjas, en 1909, fue a cuenta de los extraños avatares del racionalismo en España. Pero, desgraciadamente, se trataba de escasas filosofías y mucho adoctrinamiento de la llamada escuela racionalista, un invento educativo de una especie de demonios dostoievskianos, con un odio a casi todo lo viviente, pero en especial al cristianismo. Y, así, toda aquella matanza, que esta vez tenía como razón la protesta obviamente pacífica contra la guerra de Marruecos, comenzó con la quema en Pueblo Seco, junto a Barcelona, de la escuela de los Hermanos Maristas.

En realidad, fue un ensayo revolucionario, que debía empezar por liquidar iglesias y conventos con sus moradores, para instrucción de las gentes acerca de las perversiones góticas católicas que allí se ocultaban, y venía denunciando aquel racionalismo del señor Ferrer Guardia, aunque también el de algunos ilustres escritores, la exitosa sub-literatura, cientos de periódicos libres, ciertos partidos políticos, y hasta egregios senadores del reino.

Es decir, se había hecho el diseño de unas víctimas y del odio hacia ellas, para que, como chivo emisario, cargasen con la responsabilidad de todo mal, y con cuyo sacrificio se obtendría la felicidad perdurable; como había ocurrido con los judíos y las brujas, que habían sido marcados para esa función político-religiosa. Porque así de religiosamente funciona la historia, dirá René Girard; y siempre lo primero a liquidar será la herencia de la Biblia, porque es en ella donde se descubre el funcionamiento religioso y sacrificial de la cultura y de la historia enteras, por muchos laicismos, anticlericalismos, o antijudaísmos que se pongan ahí como máscaras.

Las ideologías llevan ya mucho tiempo ocupando el lugar de las religiones. Desde siempre, cuando cualquier canalla quería tornar a los hombres semejables a las bestias fieras, como ya escribía el P. Mariana, echaba mano de los sentimientos religiosos. Pero, luego, todo se teologizó enseguida, y la Revolución Francesa, que inaugura la modernidad, no tenía menor pretensión que la teológica de borrar el cristianismo de la faz de la tierra, como más tarde también los camaradas rojos y los pardos; o el espíritu de los tiempos nuevos igualmente. Lo que pasa en nuestra vieja España es que esas incendiadas y sangrientas estampas siguen siendo como encantos románticos, y altas expresiones del racionalismo.

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