Guía de perplejos
Hace unos días me acerqué a una librería de la calle del Arenal y pedí un título

Hace unos días me acerqué a una librería de la calle del Arenal y pedí un título cualquiera de los que circulan por ahí sobre Educación para la Ciudadanía. Mi propósito era meramente exploratorio: no pretendía hacer un balance de la situación sino levantar la punta de la alfombra y echarle el ojo a lo que hay debajo.
El dependiente alargó la mano hasta un estante y me entregó el libro publicado por Akal. Anticipo que se trata de un volumen de apoyo a los profesores, lo que autoriza libertades que habrían resultado más raras en un trabajo muy atenido al programa curricular. Me he prometido, con todo, referirles mi experiencia concreta, con sus pelos y señales. Cuando haya acumulado más datos, me atreveré quizá a adelantar un diagnóstico. Lo que sigue abriga por tanto un carácter, por así decirlo, documental.
En la confección del libro han intervenido tres plumas distintas y un ilustrador. El último ha sometido a una segunda destilación el mensaje contenido en la parte escrita, deparándonos, de paso, algunas joyas pedagógicas. Espigo dos. En la página 162 se ve dibujados a dos niños pijos, a horcajadas de los cuales van montadas sendas niñas pijas. La de la izquierda lleva un móvil en la mano y dice: «Lo bueno de la dictadura de mercado (en negrita) es que tiene lo bueno de los fascismos precedentes pero sin el mal rollo ese de los desfiles y las marchas militares». En la página 217, un hombre, situado en una especie de atalaya, señala con el índice un paisaje de infinita desolación y explica a sus dos hijos: «Vanesa... Pablito... ¡Mirad! ¿Veis ahí abajo? Es gracias a estas personas que se mueren horriblemente en la miseria que nosotros podemos tener un reproductor de DVD introducido subcutáneamente en el recto de nuestra perrita Fifí...».
El texto no decepcionará al lector. Los autores son hostiles al catolicismo: «...Puestos a creer en milagros y misterios, más seguro que fiarse de las cosas que se cuentan, como eso de que una virgen pueda parir un niño que además sea el hijo de dios o que el hecho de ser libra o piscis puede determinar nuestro destino, es mejor creer en las matemáticas» (pág. 23); miran con desvío la monarquía: «Es cuestión de gustos decidir luego si al resultado de esta operación (la monarquía constitucional) se le puede seguir llamando "rey" con propiedad, pero en cualquier caso es suficiente para dar mucho que hablar a las revistas del corazón» (pág. 104); y por supuesto, detestan el mercado. De hecho, comparan el capitalismo con la Gestapo (pág. 153), y lo encuentran peor: «El capitalismo impone su orden totalitario con infinitamente mayor eficiencia que todos los campos de concentración nazis juntos» (pág.154). El capitalismo ha frustrado el gran proyecto ilustrado; el capitalismo es intrínsecamente incompatible con la democracia; y la historia demuestra que ha sido imposible reformar la democracia por medios pacíficos, es decir, legales: «... cada vez que la izquierda anticapitalista ha intentado valerse del marco legal para corregir las malas leyes, se ha encontrado con que ese marco no existía» (pág. 179). No sorprende que los autores comprendan la violencia: «Se puede defender el Estado de Derecho sin dejar de reconocer que dichos movimientos (los comunistas) tenían razón al defender que la lucha política debía entablarse extraparlamentariamente» (pág. 177). La sorpresa se combina con la preocupación cuando se lee que España, en realidad, no es un Estado de Derecho (pág. 84).
A medida que avanza, el libro va adquiriendo un tono paranoico. Se afirma que los Estados Unidos retrasaron su ingreso en la Segunda Guerra con el designio de que Alemania y la U.R.S.S., sus dos grandes rivales, se destrozaran mutuamente. Y que intervinieron pocos meses antes del fin de la contienda, cuando ésta ya estaba decidida (pág. 204). Semejante desprecio hacia los hechos reduce a una fruslería la línea en que se convierte a Popper en «filósofo americano» (pág. 83).
La ineptitud de los firmantes (dos de ellos, ¡ay!, profesores) causa mayor pasmo aún que su fanatismo. El argumento general adopta, miren ustedes por donde, un perfil kantiano. Se asevera, kantianamente, que toda ley digna de tal nombre debe asumir una forma universal. Y de ahí se deduce que es «intolerable» (pag. 72) que Bill Gates sea tan rico. ¿Por qué es intolerable? Porque Bill Gates no podría ser muy rico, si otros muchos no fueran muy pobres. Se entiende que el mercado es un juego de suma cero, y que yo sólo puedo prosperar a costa de que otro empeore. Uno esperaba una lectura kantiana un poco más sutil: una lectura que censurara, por ejemplo, el incumplimiento unilateral de los contratos o el uso de información privilegiada. Pero los autores no se andan con chiquitas: identifican la justicia con la igualdad de hecho, reprograman el kantismo en clave populista (Chávez es uno de sus héroes de referencia) y transforman a Kant en un heraldo de Evo (otro héroe de referencia).
Sé que la entrega de Akal no es estadísticamente significativa. Pero existe, y no es casual que exista. Les seguiré contando.
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