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Se cumplen 15 años de la muerte del prestigioso poeta
La dedicación principal de Carlos de la Rica fue la poesía, pero también cultivó otros géneros afines, como el teatro, la narrativa, la columna periodística, la conferencia, la crítica literaria y el pregón, y asimismo otros de un lenguaje diferente, tal el grabado, el dibujo y la pintura, y de estas actividades fue abundante tanto su labor como la difusión de estos quehaceres. Publicó una docena de libros poéticos; otras dos colecciones poéticas, su «ecuménico» Juegos del Mediterráneo y el «judaizante» Yad Vashem, aparecieron póstumamente en los primeros años de este siglo. Una novela suya de 1968, Los dioses de Rosas, aún permanece inédita. Más de cuarenta años estuvo residiendo en el pequeño pueblo conquense de Carboneras de Guadazón (los frescos de su iglesia están realizados por él) dedicado a su ministerio sacerdotal, aunque tuvo tanta afición por los viajes que en más de una ocasión, antes de llegar Fabricio, el necesario y entrañable coadjutor, fallecía alguien del pueblo teniendo que uncir al «fiambre» otro cura de guardia, pues Carlos lo mismo estaba nada menos que en Estambul, Moscú, Cartagena de Indias o, como mínimo, en su tan querida Barcelona. Él fue conquense y se sentía muy conquense, aunque era asturiano de nacimiento, de Pravia, pues su padre fue militar, y ya sabemos del tracamundeo de destinos que comportaba el marcial oficio. Pero los dos añitos de edad ya los cumpliría en Cuenca.
En los últimos años ha cundido un rumor, incluso dentro de los muros del Seminario de Cuenca, según se dice, que afirma que Carlos de la Rica es realmente hermanastro de nuestro monarca español, hijo de Don Juan de Borbón, argumentando que el padre de Carlos de la Rica era un militar de confianza del que sería, de no existir Franco por medio, el rey Juan III. Ya conocemos la leyenda de esa cierta inclinación de algunos de los Borbones varones: guapa mujer del militar, con los que el heredero de la Corona e hipotético monarca pasaba muchos ratos, etc. Este argumento se refuerza en el dato de que Carlos de la Rica, y de ello hay constancia fotográfica, fue invitado a la boda de los Príncipes de España, Juan Carlos y Sofía, celebrada en Atenas en 1962. ¿De qué, incide esta argumentación, un joven cura casi misacantano iba a asistir a evento tan importante y con invitaciones siempre tan restringidas, teniendo luego siempre la puerta abierta en Villa Giralda de Estoril? Pero lo anterior no es más que un infundio, que quizá pueda resultar atractivo en el anecdotario del poeta, una invención sin fundamento. Porque la realidad es muy distinta. El padre de Carlos de la Rica estaba ligado a un ámbito liberal y progresista afín a las ideas republicanas. Nada de complicidades monárquicas. En los primeros meses de la guerra sucumbió víctima de las tropas moras aliadas al bando nacionalista, ignorándose el paradero de sus restos. Quien visite el pequeño cementerio de Carboneras de Guadazaón se encontrará con un curioso espacio teatral que estuvo diseñando el cura De la Rica durante muchos años; podemos ver un espacio elevado, flanqueado por columnas, en el que una inscripción latina recuerda el fin del padre del poeta (BELLO HISPANORUM CIVILI PRO PATRIA MORTEM OBPETIVIT); en un estadio intermedio se halla la tumba de la madre y más abajo la suya propia señalada con estremecedores versos suyos: «Aquí, en tu templo, Señor, / me quedo, / dame el equilibro preciso de los pájaros / para cruzar el laberinto y en la corriente / sostenerme de estos ríos.»
Como apunta su albacea y máximo comentarista de su obra Carlos Morales, el terrible acontecimiento de la muerte del padre en esas crueles circunstancias dejó en su espíritu «una herida permanente que ni siquiera la extrema religiosidad de su hogar materno logró, ni mucho menos, cauterizar, y que acabó convirtiéndose en el motor más temprano de su ya para siempre radical antifranquismo.» Añade Morales a este respecto que «aun cuando el Concordato lo hacía obligatorio, De la Rica jamás consintió en rogar a Dios en ‘sus misas’ por el que calificaba como ‘El innombrable’. Era tan superior a sus fuerzas, que ni siquiera las presiones de sus obispos lograron hacerle transigir.» En el otoño de 1946 ingresó en el Seminario de San Julián de Cuenca, ordenándose diez años más tarde. Su vocación sacerdotal siempre estuvo encaminada hacia el encuentro de un «Dios de alegría exuberante».
Carlos de la Rica fue el fundador de la editorial El Toro de Barro, que aún mantiene su actividad de la mano de Carlos Morales, siendo esta editorial poética la segunda más antigua junto a la prestigiosa colección Adonais que todavía pervive lanzada por el sello Rialp. Él se adentró en el mundo literario bajo la ayuda e influencia de esa generación poética que se proyectó en el ámbito poético español desde la corriente denominada el realismo mágico, fundada por esa generación que provenía de la vanguardia postista. Así, el Toro de Barro publicó títulos de ese importante elenco del que formaron parte Eduardo Chicharro, el creador del Postismo, Ángel Crespo o Gabino-Alejandro Carriedo. Convirtió además a su pequeño pueblo de misión Carboneras de Guadazaón en sede de importantes encuentros que contaban con la presencia de destacados poetas españoles, como es el caso de Gerardo Diego, así como lugar de representaciones teatrales dirigidas por el propio Carlos. Mientras tanto, él no dejó de verter sus opiniones críticas y sociológicas en la prensa nacional y conquense con una alegría que entronca con ese «Dios de alegría exuberante». Sus relaciones humanas giraron en una rueda de creciente comunicación y cordialidad. Su tendencia sexual se encauzó en una orientación homoerótica y aunque no «salió del armario», ya que un sacerdote debe ser en principio casto, esos contactos amorosos siempre mantuvieron un signo de apertura desprejuiciada, y en este sentido su actividad fue saludable, franca, plena, alejándose con esta conducta del oscurantismo de esa triste muchedumbre de clérigos que llevaron su represión e hipocresía al feo terreno de la pederastia. Y religiosamente fue absolutamente liberal, cimentando su cultura y su convivencia con los demás en el pensamiento cristiano, naturalmente (tiene hermosos poemas dedicados a la figura de Cristo), como también en el gran y hermoso legado de la civilización grecorromana sostenida por la religión pagana, así como su potente y fundada veneración por el judaísmo, llegando a formar parte, con el padre Javierre, de la conciliadora asociación de amigos del pueblo judío. En su abarrotada casa lucían símbolos hippies, movimiento que siempre le atrajo, y, entre los miles de libros y retratos de amigos, también el del Conde de Barcelona, existía un pequeño «sagrario» que atesoraba elementos litúrgicos judíos (un rollo, la Torá) con los que Carlos de la Rica oraba en hebreo diariamente.
ADÁN
Adán, soy Adán, el Hombre y nada
más.
Y Dios me hizo una tarde de siesta.
Con ojos para ver,
manos para tocar los árboles,
oídos para escuchar la cigarra y la noche.
Era un tiempo en que Dios se entretenía
con peces y con aves, cisnes y ramas verdes;
en que Dios ponía huertos y riberas a los ríos.
¡Y yo era Adán!,
¡El Hombre que Dios una tarde!
CARLOS DE LA RICA