Todavía hay vida en Mariúpol, esa es la buena noticia. En un día de septiembre, varias decenas de personas se reúnen frente a la Escuela n.º 65. Los padres van de la mano con sus hijos de primer grado; las niñas, con cintas en
el pelo; los niños, con pajaritas en el cuello. La Primera Campana, la ceremonia de inicio de curso que se remonta a la época soviética, tiene lugar como de costumbre, pero este septiembre nada es como siempre en Mariúpol. La escuela n.º 65 es un edificio nuevo construido apresuradamente en medio de una ciudad devastada.
Mariúpol tenía unos 450.000 habitantes antes de la guerra de Ucrania; es probable que no quede ni una cuarta parte de ellos, quizá menos, las estimaciones varían mucho. Desde el patio de la escuela se pueden ver los edificios prefabricados del barrio tiroteados, las ventanas ennegrecidas por el hollín, las fachadas llenas de agujeros de bala, los apartamentos calcinados. Muchos de los niños han pasado semanas en calabozos de sótanos, sin calefacción, sin luz, sin agua, traumatizados por el zumbido constante de los proyectiles de artillería. Suena el himno ruso, y en las aulas cuelgan globos blancos, azules y rojos, los colores nacionales de Rusia.
Funcionarios del partido Rusia Unida de Putin y de la escindida República Popular de Donetsk pronuncian discursos. En el patio de la escuela, la bandera de Rusia ondea junto a la bandera negra-azul-roja de los separatistas. Casi nadie en la ciudad parece estar descontento con esto. La mayoría de la población proucraniana o ha huido o está muerta; los que siempre han tenido simpatía por Rusia se han quedado, y ni siquiera han dejado que la guerra los disuada. Aquí nadie quiere culpar a Moscú de la omnipresente destrucción.
La mayoría se ciñe a la línea rusa: culpar a Kiev, culpar a Occidente, culpar a Estados Unidos. Mientras, otra minoría, silenciosa, se resigna por completo. «Solo queremos recuperar la vida que teníamos antes de la guerra –dice una mujer–. No importa quién nos la devuelva». Rusia está haciendo mucho para que la población sienta que la vida vuelve a Mariúpol. No hay cuerpos tirados en las calles. Las primeras casas nuevas se levantan entre las ruinas, construidas por las brigadas de construcción rusas que trabajan por toda la ciudad.
Los autobuses, modelos de segunda mano de San Petersburgo, vuelven a circular por las calles. Y los niños acuden al colegio, a pesar de que ni siquiera los aseos funcionan y probablemente pasará bastante tiempo antes de que se impartan realmente las clases con normalidad. A unas calles de distancia, Vyacheslav Ryazantsev, padre de cuatro hijos en edad escolar, nos cuenta que los profesores de habla rusa que habían dimitido unos años antes porque no querían enseñar en ucraniano están volviendo a las escuelas recién abiertas.
Los Ryazantsev viven en una pequeña y maltrecha casa en el centro de la ciudad. Junto a sus muros estallaron dos granadas a finales de marzo. Un fragmento seccionó la arteria del pie de su hija Anna, de 15 años, que fue operada de urgencia en un refugio antiaéreo. Otro penetró en la espalda de Vladislav, de 12 años, dejando una cicatriz circular. Valery, de 17, se rompió dos costillas y Elena, de 13, también resultó herida. Al mismo tiempo, la escuela n.º 7 del barrio, a la que asistían los cuatro niños, se incendió.
El edificio está siendo renovado y los Ryazantsev han oído que las clases para sus hijos comenzarán de nuevo en breve. En ruso.
De esta estación, destruida por las bombas rusas, salieron los trenes en los que escapó la mitad de la población de Mariúpol durante las primeras semanas de asedio. Los que resistieron la invasión, los proucranianos, sufren ahora el miedo a ser castigados. Hablar en ucraniano es casi un crimen, también decir lo que se piensa sobre la guerra. Los últimos combates tuvieron lugar en mayo en la acería Azovstal, donde se atrincheraron varios centenares de soldados ucranianos. Conquistada Mariúpol, en una plaza central aparecieron tres banderas diferentes: una de la República Popular de Donetsk, otra de la Federación Rusa y una tercera con la hoz y el martillo de la época soviética.
Sofia, de 7 años, juega en el patio de un edificio prefabricado donde han instalado a familias cuyas casas, como las que se aprecian detrás de ella, han sido destruidas. En la mayoría de los edificios no hay gas ni electricidad y el agua llega solo a ratos. Muchos pisos fueron abandonados por quienes tuvieron que huir y los exiliados temen que sus casas vayan a ser ocupadas y sean irrecuperables. Entre otras cosas, porque los trabajadores de Uzbekistán y Tayikistán, que han sido llevados por los rusos a la región para limpiar calles y rehabilitar edificios, deambulan en busca de alojamiento.
Además de los numerosos crímenes de guerra de los que se acusa a Rusia cada vez que aparecen fosas comunes, está la inquietante denuncia de Kiev: el traslado forzoso de niños desde la región del Dombás a Rusia. Según el Ministerio de Asuntos Exteriores ucraniano, Rusia ha deportado a 200.000 pequeños a territorio ruso. Y, en concreto, afirma que unos 1000 niños de Mariúpol fueron secuestrados para darlos en adopción ilegalmente en Siberia.
Dos niños juegan frente al destruido teatro de Mariúpol. El 16 de marzo, 600 personas que habían buscado refugio en su interior murieron en un bombardeo ruso, lo que provocó una huida masiva de la ciudad. Pocos creen que la República Popular del Donetsk vaya a existir como estado independiente, ocurra lo que ocurra con el plebiscito que Rusia quiere celebrar aprovechando que los habitantes que quedan son, en su mayoría, prorrusos. Tampoco casi nadie ve probable que los hombres de Putin se vayan a retirar.
El conflicto en la región del Donetsk se prolonga desde 2014, pero la invasión de Ucrania lo convirtió en una auténtica pesadilla. Mariúpol, ciudad portuaria estratégica en el mar de Azov, fue rodeada en los primeros días de la guerra. Rusia se apoderó totalmente de sus calles en junio tras semanas de asedio e intensos bombardeos que dejaron unos 20.000 muertos. Los hermanos Ryazantsev –Anna, de 15 años; Vladislav, de 12; Elena, de 13 (tienen otro hermano, Valery, de 17)– resultaron todos heridos por fuego de artillería en su casa, donde siguen viviendo.