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Guerra de Ucrania

La infancia perdida de Mariúpol

Durante los primeros meses de la guerra, la ciudad de Mariúpol fue símbolo de la resistencia ucraniana; ahora es el bastión desde el que Putin planea asentar su dominio. En medio, miles de muertos, destrucción, exilio... y niños atrapados y sin futuro. Viajamos a la devastada ciudad al comienzo de un curso escolar que pretende recuperar cierta vida cotidiana.

Viernes, 30 de Septiembre 2022, 11:37h

Tiempo de lectura: 5 min

Todavía hay vida en Mariúpol, esa es la buena noticia. En un día de septiembre, varias decenas de personas se reúnen frente a la Escuela n.º 65. Los padres van de la mano con sus hijos de primer grado; las niñas, con cintas en

el pelo; los niños, con pajaritas en el cuello. La Primera Campana, la ceremonia de inicio de curso que se remonta a la época soviética, tiene lugar como de costumbre, pero este septiembre nada es como siempre en Mariúpol. La escuela n.º 65 es un edificio nuevo construido apresuradamente en medio de una ciudad devastada.

Las cicatrices de la guerra. La ciudad ocupada se ha convertido en el bastión de Putin mientras los escolares tratan de volver a una normalidad imposible. Vladislav, de 12 años, herido en su casa en el mes de marzo por la metralla rusa. |ERIC VAZZOLER / FOCUS / CONTACTO

Mariúpol tenía unos 450.000 habitantes antes de la guerra de Ucrania; es probable que no quede ni una cuarta parte de ellos, quizá menos, las estimaciones varían mucho. Desde el patio de la escuela se pueden ver los edificios prefabricados del barrio tiroteados, las ventanas ennegrecidas por el hollín, las fachadas llenas de agujeros de bala, los apartamentos calcinados. Muchos de los niños han pasado semanas en calabozos de sótanos, sin calefacción, sin luz, sin agua, traumatizados por el zumbido constante de los proyectiles de artillería. Suena el himno ruso, y en las aulas cuelgan globos blancos, azules y rojos, los colores nacionales de Rusia.

Funcionarios del partido Rusia Unida de Putin y de la escindida República Popular de Donetsk pronuncian discursos. En el patio de la escuela, la bandera de Rusia ondea junto a la bandera negra-azul-roja de los separatistas. Casi nadie en la ciudad parece estar descontento con esto. La mayoría de la población proucraniana o ha huido o está muerta; los que siempre han tenido simpatía por Rusia se han quedado, y ni siquiera han dejado que la guerra los disuada. Aquí nadie quiere culpar a Moscú de la omnipresente destrucción.

«Solo queremos recuperar la vida que teníamos antes de la guerra. No importa quién nos la devuelva», se resigna una mujer

La mayoría se ciñe a la línea rusa: culpar a Kiev, culpar a Occidente, culpar a Estados Unidos. Mientras, otra minoría, silenciosa, se resigna por completo. «Solo queremos recuperar la vida que teníamos antes de la guerra –dice una mujer–. No importa quién nos la devuelva». Rusia está haciendo mucho para que la población sienta que la vida vuelve a Mariúpol. No hay cuerpos tirados en las calles. Las primeras casas nuevas se levantan entre las ruinas, construidas por las brigadas de construcción rusas que trabajan por toda la ciudad.

Los autobuses, modelos de segunda mano de San Petersburgo, vuelven a circular por las calles. Y los niños acuden al colegio, a pesar de que ni siquiera los aseos funcionan y probablemente pasará bastante tiempo antes de que se impartan realmente las clases con normalidad. A unas calles de distancia, Vyacheslav Ryazantsev, padre de cuatro hijos en edad escolar, nos cuenta que los profesores de habla rusa que habían dimitido unos años antes porque no querían enseñar en ucraniano están volviendo a las escuelas recién abiertas.

Muchos de estos niños han pasado semanas en sótanos sin luz, sin agua, sin calefacción, traumatizados por el constante zumbido de los proyectiles

Los Ryazantsev viven en una pequeña y maltrecha casa en el centro de la ciudad. Junto a sus muros estallaron dos granadas a finales de marzo. Un fragmento seccionó la arteria del pie de su hija Anna, de 15 años, que fue operada de urgencia en un refugio antiaéreo. Otro penetró en la espalda de Vladislav, de 12 años, dejando una cicatriz circular. Valery, de 17, se rompió dos costillas y Elena, de 13, también resultó herida. Al mismo tiempo, la escuela n.º 7 del barrio, a la que asistían los cuatro niños, se incendió.

El edificio está siendo renovado y los Ryazantsev han oído que las clases para sus hijos comenzarán de nuevo en breve. En ruso.

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