EL LASTRE DE ÍCARO

Como un cometa fulgurante pasó por el teatro Bernard-Marie Koltès (1948-1989), acunando sobre los escenarios su rara poética de reinvención del mito, su propuesta de renovación del lenguaje dramático en un acto de voluntad transgresora realizado desde el respeto a las normas clásicas. Sus argumentos se desarrollan con frecuencia en paisajes urbanos desolados, de tránsito, como paréntesis inhóspitos en la selva de las ciudades, atravesados por unos personajes ajenos a las convenciones morales.
«Roberto Zucco» nació de la fascinación de Koltès por un asesino cuyo hermoso rostro se reproducía en unos pasquines que vio en el metro, un tipo que había matado, entre otras personas, a su padre y a su madre, y que había logrado escapar de su celda en dos ocasiones. El autor recabó información sobre Zucco y se sintió, más que identificado, poseído por el personaje.
La periodista francesa Pascale Froment, que publicó un libro sobre el Roberto Succo real, coincidió con Koltès cuando ambos estaban en el proceso de acumulación de datos para sus respectivas obras, y ha contado -según se reproduce en la edición de «Roberto Zucco» realizada en 1991 por el Centro de Documentación Teatral- que al dramaturgo no le interesaba la realidad perversa del criminal, eso «que hacía de él un asesino aparte, su total frialdad en los crímenes que cometió, la locura infernal que llegaba a dominarle, la encarnación del mal absoluto que representaba»; en el fondo, según Froment, «le importaba muy poco que fuera un asesino. Estaba fascinado hasta la identificación».
En ese estado de comunión casi mística con el personaje, Koltès llevó a cabo un proceso de transfiguración sublimada de Succo a Zucco, convirtiéndolo en un ángel inverso sin la musculatura ejemplar del héroe ni poseedor de los valores alternativos del antihéroe, una suerte de Hamlet voluntariamente marginal y en perpetuo movimiento -ambas obras comienzan con la ronda de unos guardianes-, que, como no dispone de tiempo, no reflexiona como hace el dubitativo príncipe danés, sino que actúa. El único impulso que mueve a este liquidador nihilista es la destrucción: está convencido de que el mundo es una cárcel en la que tras un muro se encuentra otro y luego, otro más, y así sucesivamente, por lo que en su búsqueda de la transparencia opta por huir hacia arriba, al encuentro con el Sol, convertido en un Ícaro perplejo y lastrado -y al tiempo movido- por la certeza de la única verdad es la de la muerte. «No quiero morir. Voy a morir», dice en un momento de la obra.
Lluís Pasqual, que se enfrenta a «Roberto Zucco» por tercera vez, ha concebido un montaje complejo, con profusión de elementos escénicos, entre ellos la proyección de imágenes, que utiliza muy bien. La pieza, que fue la última escrita por Koltès, presenta, a mi juicio, diversos desequilibrios, y junto a escenas de rabiosa teatralidad hay otras desarrolladas bastante convencionalmente, entre el apunte naturalista y el brochazo truculento. Y eso pesa a veces en la función, que transcurre a diferentes velocidades y cambiantes temperaturas dramáticas, tal vez como corresponde a la peripecia zigzagueante del protagonista.
El capítulo actoral es sobresaliente, con un Zucco asumido poderosamente por Iván Hermes, muy bien de presencia y de gesto, en la estela de la belleza hosca, torturada e inconformista de Marlon Brando. Mercedes Sampietro dota de elegante distancia su papel, y Carmen Machi, Patxi Freytez, María Asquerino, Celia Bermejo y Antonio Medina, por citar algunos nombres del amplio reperto, dan a sus personajes, como hacen el resto de sus compañeros, un punto de desgarramiento costumbrista en contraste con la ominosa e inquietante emanación poética que desprende el Zucco de Hermes.
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete
Esta funcionalidad es sólo para suscriptores
Suscribete