Botellón
En todo comportamiento delictivo, existe un autor que infringe las reglas de la convivencia y una víctima que sufre las consecuencias de dicha infracción. La función primordial de la pena no es otra que imponer un castigo al infractor que sirva de reparación a la víctima y restablezca el orden social. A esta función primordial se añaden otras funciones accesorias o complementarias que no conviene descuidar, como la regeneración del infractor; la hipocresía contemporánea se ha empeñado, sin embargo, en invertir esta jerarquía. Las medidas que nuestros gobernantes han adoptado contra el consumo indiscriminado de alcohol en nuestras calles exhalan un tufillo de hipocresía que las aproxima peligrosamente a esta inversión de jerarquías. Durante años, la sociedad ha clamado en el desierto contra el espectáculo denigrante de esos jóvenes que, cada fin de semana, riegan las ciudades con sus potas y sus meadas y sus cánticos beodos; durante años, nuestras autoridades han transigido con esa conducta vandálica y se han negado a reprimirla, poniéndose del lado de quienes quebrantan la salubridad pública. Cuando por fin se han decidido a tomar cartas en el asunto, lo han hecho cogiéndosela con papel de fumar; esto es, resaltando los efectos perniciosos que dicha conducta inflige a quienes la cultivan.
Así, se han publicado machaconamente encuestas y otros primores estadísticos que alertan sobre el consumo de alcohol entre jóvenes, sobre su grado de dependencia y no sé cuántas zarandajas más. Sólo cuando ha quedado plenamente demostrado que nuestros chicos, tan listos y deportistos y ecologistos, corren el riesgo de naufragar en una orgía etílica, nuestras autoridades se han atrevido a intervenir; no han querido hacerlo antes, no fuera que las tachasen de retrógradas y represoras del sano esparcimiento juvenil. Es como si, para reprimir las violaciones, fuese requisito previo publicar estudios sociológicos donde quedasen demostrados los desarreglos psíquicos a los que puede conducir la monomanía sexual. Con esto no niego que la sociedad deba preocuparse muy sinceramente de sus borrachos de fin de semana -como también debe preocuparse de sus violadores-, pero esa preocupación debe ser en cualquier caso accesoria de otra primordial. Y la preocupación primordial la constituyen los ciudadanos que sufren los desmanes de esos borrachos de fin de semana. La ley debe proteger, antes que al delincuente, a la víctima. Al legislador deben inquietarle, antes que esos jovencitos crapulosos, los vecinos que durante la noche padecen insomnio y durante la mañana tienen que jugar forzosamente a la rayuela, esquivando vomitonas y vidrios rotos; también deben preocuparle, mucho más que los adolescentes dipsómanos, los desembolsos nada nimios en reparación de farolas, adecentamiento de las calles y restauración de monumentos históricos.
Se anuncia que se prohibirá la venta de alcohol a los menores de dieciocho años. La prohibición, tan campanuda y bienintencionada, adolece de puerilidad; cualquier bigardo de dieciséis años con el bozo poblado y la voz ronca podrá sortearla, a poco que se esfuerce. Pero más pueril aún (y más hipócrita, con ese grado superferolítico de hipocresía que tiene el ternurismo) me parece esa pretensión de proponer a nuestros jóvenes «formas de ocio alternativas» sufragadas por el erario público. Habría que sustituir tanto paternalismo blandengue por una taxativa delimitación del problema, que no es otro que el de la protección de las víctimas. Que los jóvenes se mamen quizá certifique un fracaso social; que escenifiquen sus mamadas según ritos vandálicos constituye una preocupación de orden público. Aquí importa, de forma inmediata, la restauración del orden público; remediar un fracaso social exige soluciones más pacientes y dilatadas. Pero, antes de que se nos agote la paciencia, convendría que nos dejaran dormir un poco; mientras tanto, nuestros chicos podrían mamarse en casa de sus papaítos y regarles la moqueta con sus potitas, en lugar de descargar en nuestro portal.
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