El ejemplo británico
LA cadena de atentados cometidos en Londres el 7-J ha reproducido casi milimétricamente la sucesión de debates abiertos tras los ataques terroristas contra Nueva York y Madrid, en 2001 y 2004. Por supuesto, también ha facilitado la ocasión y el motivo para establecer comparaciones que miden a las sociedades víctimas de los atentados en sus capacidades más sensibles de cohesión y firmeza ante una crisis terrorista. En general, junto a las condenas sinceras e inevitables, vuelven a discutirse los tópicos habituales, que enredan más que aclaran a las opiniones públicas y entorpecen el establecimiento de cooperaciones internacionales sólidas y la extensión de una actitud general de compromiso de lucha. Por eso, junto a los llamamientos para evitar reacciones xenófobas -hasta el momento ejemplarmente evitadas-, se está discutiendo que esté abierta una guerra terrorista contra el sistema democrático occidental. Más parece responder este empeño al deseo de que no se vean confirmadas tesis supuestamente conservadoras sobre el conflicto armado que ha desatado el integrismo islamista, que a un diagnóstico objetivo de las características de los agresores. Puede que, en efecto, no haya un choque de civilizaciones, pero sí hay una civilización atacada. En menos de cuatro años, tres grandes capitales del mundo democrático occidental -Nueva York, Madrid y Londres, auténtica letanía del sufrimiento- han sido atacadas de forma indiscriminada, con más de cuatro mil ciudadanos muertos y miles de heridos. Si esto no es una guerra, se le parece tanto que habrá que aceptar varias condiciones para ganarla. La primera es que el terrorismo integrista busca un resultado global: la expansión del islam y la claudicación de las democracias. La segunda es que se trata de un conflicto a largo plazo.
Este segundo rasgo obliga a los Gobiernos democráticos a una tarea responsable y sincera de pedagogía con sus ciudadanos. Blair empezó con ella en sus primeras alocuciones tras los atentados. La amenaza del terrorismo integrista es imprevisible en el tiempo y en el espacio, aunque bien acotada en sus objetivos. Horas después de los atentados en Londres, Dinamarca e Italia aparecían advertidas expresamente en un supuesto comunicado de una facción de Al Qaida como próximas víctimas de sus ataques. Cualquier democracia -y cualquiera de sus aliados musulmanes- puede llenar los puntos suspensivos de esa amenaza de muerte. Lo importante es que los Gobiernos occidentales, las opiniones públicas y las clases políticas asuman la necesidad de rearmarse éticamente para soportar nuevos ataques y para responder individual y colectivamente cuando y donde sea preciso. El 7-J de Londres es una lección positiva de cómo encarar una tragedia terrorista con sentido nacional, solidario y responsable, por parte de los poderes públicos, la oposición, los medios de comunicación y la sociedad misma. Quizá en Londres hayan tomado buena nota de la lección negativa de nuestro 11-M, gracias a la cual se explicaría que nadie proteste porque, 48 horas después de los atentados, el Gobierno no dé oficialmente por cierta la autoría islamista, a pesar de que no hay terrorismo alternativo -el IRA lleva varios años en tregua- y de que la amenaza de Al Qaida era segura, creíble y avisada, según las fuerzas británicas de seguridad. En el diccionario de esta crisis, los británicos han decidido no usar palabras como «imprevisión», «ocultación» o «mentira». También el antecedente del 11-M explicaría la confiada y segura actuación del Gobierno de Blair en el control de la información y de los mensajes a la opinión pública, gracias a la ausencia de una oposición que no atiza la sospecha en momentos de extrema sensibilidad ciudadana y a la colaboración de unos medios identificados con la situación. Por supuesto, ningún ministro británico se está viendo obligado a vaciarse los bolsillos cada tres horas ante las televisiones para demostrar que no se guarda información. Tampoco hay quien infiltra subliminalmente en la opinión pública la idea de que los atentados son respuestas desesperadas a las injusticias perpetradas por Occidente.
El terrorismo causa inmenso dolor, pero también puede descubrir la fortaleza de la víctima, cuando la víctima es fuerte y, sobre todo, está bien liderada. Las democracias pueden ser -y son- vulnerables, pero no tienen que ser débiles ni hacerse perdonar por sus enemigos. Gran Bretaña está reaccionando como sabe hacerlo una nación que se respeta a sí misma y no quiere rendir su dignidad a los enemigos que la han atacado.
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