Cayucos al asalto
JUAN MANUEL DE PRADASIN entrar a discutir la inepcia del Gobierno -ya

SIN entrar a discutir la inepcia del Gobierno -ya sobradamente glosada- en la llamada «crisis de los cayucos», que durante las últimas semanas ha convertido las costas de las Islas Canarias en las más concurridas de Europa desde que los aliados se lanzaran al desembarco de Normandía, quisiera reflexionar sobre otros asuntos ligados al fenómeno de la inmigración masiva. El primero atañe a la inexistente o casi nula cooperación de la llamada cínicamente Unión Europea, que en estos días vuelve a mostrar su verdadera naturaleza de gatuperio de mercaderes. Pues, más allá de que la legislación permisiva del Gobierno español pueda actuar como reclamo sobre esas masas de senegaleses que diariamente se lanzan al mar en cayuco, convendría reconocer que lo que verdaderamente impulsa a las mafias que organizan tales singladuras es la situación geográfica de España. Si, por ejemplo, mañana Dinamarca decidiera plagiar la irresponsable legislación española, no imagino a los senegaleses que desde Mauritania se lanzan a la conquista de las Islas Canarias circunnavegando el continente europeo hasta avistar la sirenita del puerto de Copenhague; tampoco a los marroquíes que cruzan el Estrecho de Gibraltar casi a nado. De modo que no nos dejemos cegar por la pasión política: las legiones del hambre eligen España porque es la puerta de Europa, antes que por cualquier otro acicate de tipo legal. Aunque también habría que especificar que si esta situación ignominiosa hubiese alcanzado su apogeo cuando gobernaba la que hoy es facción opositora, ya tendríamos a todos los intelectuales e intelectualas del Canon con el estoque desenvainado.
Esos senegaleses vienen a Europa, convocados por el reclamo de su riqueza. Si, por ejemplo, a los senagaleses se les invitara a elegir entre España y Francia, muchos escogerían esta segunda opción, aunque sólo fuera porque el conocimiento del idioma les favorece; y otro tanto podría decirse de los marroquíes. Esos vuelos de la vergüenza que el Gobierno organiza de matute para descongestionar las hospederías canarias de senagaleses, con destino infalible a regiones (perdón, autonomías) gobernadas por la facción opositora, deberían en realidad dirigirse a todos y cada uno de los países miembros de la Unión Europea. En esta ocasión, y sin que sirva de precedente, la vicepresidenta Fernández de la Vega (que ha vuelto de las vacaciones como un tizón de morena, quizá para que no se le note el cabreo) tiene razón: nos hallamos ante un problema que compete a la Unión Europea. Pero ya sabíamos que la Unión Europea era un contubernio de países ricos atrincherados en su riqueza que, de vez en cuando, acogen indulgentemente en su seno algún primo menesteroso, con la esperanza de poder subirlo al tren del dinero y seguir así incrementando su riqueza. Cuando se trata de apencar con un problema que incumbe a la Unión Europea como zoco de opulencia, ya vemos con qué desparpajo dejan los demás Estados miembros que se las espulgue el Estado que padece en sus carnes el problema.
A la postre, este espectáculo de los cayucos al asalto nos enfrenta a un asunto moral de primera magnitud. ¿A quién corresponde la riqueza y el uso de los bienes? Si aceptamos -como sostiene la doctrina social de la Iglesia- que la riqueza tiene como fin primordial el sustento del género humano y que, por lo tanto, su destino último es universal, y que todos los hombres tienen derecho a disfrutarla equitativamente, y que existe un principio de uso común de los bienes, parece justo que esas legiones del hambre luchen por pegarle un mordisco a nuestra abundancia chorreante y derrochona. Y contra ese fenómeno imparable no valen legislaciones más o menos restrictivas, ni convertir Europa en una fortaleza en derredor de su opulencia. O globalizamos la riqueza o esto acabará estallando; y cuando digo «esto» no me refiero tan sólo a un Gobierno que evacua leyes ineptas.
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