SOBERBIO «DON CARLO»
«Don Carlo» es una de las «óperas-grandes» de Verdi y la que indudablemente ha originado mayores comentarios extramusicales, debido al asunto tratado por los libretistas Joseph Méry y Camille du Locle, basado en la tragedia homónima de Friedrich Schiller que deforma asuntos de índole político-religiosa, supuestamente ocurridos en la España del siglo XVI. Una primera versión se estrena en la Ópera de París en 1867, contando cinco actos. Para que el público alcanzara el transporte nocturno, el músico hizo una revisión que suprimía el primero, por lo que se redujo a cuatro actos, que es la que aquí se comenta. Para no pocos comentaristas, se trata de «una de las obras líricas más atractivas», lo que es muy cierto si estimamos su sublime dilatación en un cúmulo de bellísimas melodías, unidad conceptual (las cuatro entradas tan cortas de la orquesta en cada acto pueden muy bien añadir motivos envolventes) y su tono general de dramatismo muy bien mantenido.
Del elenco habido en esta ocasión, se puede llegar al juicio de una soberbia «mise en escene» por los personajes (maravillosamente musicados por Verdi) principales, y no se puede restar nada en el elogio del movimiento y situación escénicas, bloques preciosamente movidos dentro de un sentido actual, aunque respetuso con su sesgo tradicional. Es así de entera justicia recordar el bello color y la justeza en los agudos de la Princesa de Éboli, encarnada por la mezzo norteamericana Dolora Zajick; la seguridad en su complejo cometido, bello tanto en su carrera ascensional de nuestra soprano Ana María Sánchez, en una magnífica Elisabetta de Valois; seguidas por el estupendo tenor italiano, Vicenzo la Scola, grato timbre y muy completa técnica, por su Don Carlo; el barítono romano, Frontali, en su Rodrigo, marqués de Posa, valiente y completísimo; El Gran Inquisidor, solemne y dentro de su tesitura, del ruso Askar Abdrazakov; y el «Filippo II» bien encarnado por el bajo italiano, Roberto Scandiuzzi; los seis con soberbia desenvoltura escénica, aunque al último no parezca importarle demasiado la precisa entonación.
Pues bien, por encima de los anteriores elogios, para la obra y sus más destacados intérpretes, todavía subo el listón para ensalzar la labor meticulosa, con notoria comunicación, tanto en el foso como en el palco escénico, seguridad y holgura en el mando de la batuta, acertadísima, de Jesús López Cobos. A su lado, cito la dirección escénica, tan completa como rica en recursos y originalidad, extensible al fastuoso vestuario, de Hugo de Ana. Los profesores de la Sinfónica madrileña y las voces de su coro hermano hicieron cuanto reclamaba la batuta, y estas últimas emocionaron por su traducción de los momentos, geniales en verdad, que al coro le concedió Giuseppe Verdi. Total: un soberbio «Don Carlo».
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