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Felipe Mountbatten, el severo consorte

Acaba de superar una operación, mientras que un libro detalla su noviazgo con Isabel II. El Duque de Edimburgo sale del segundo plano

Felipe Mountbatten, el severo consorte abc

MARCELO JUSTO

«El sentido del deber es fundamental. Deber hacia la sociedad, hacia la familia. Sin eso, no queda nada». En una de sus contadas entrevistas, el Príncipe Felipe de Edimburgo apuró esta definición sobre su filosofía de vida respetando esa máxima de la Familia Real británica que prohibe cualquier tipo de confesión sobre la vida privada. Y no cabe duda de que a los 90 años, y 64 de matrimonio con la Reina Isabel II , el deber ha marcado una vida que muestra una —nada rara— mezcla de privilegio y desposesión.

En 1947, el casamiento le cambió todas sus señas de identidad. No solo se convertía a los 26 años en el consorte de la futura Reina de Inglaterra, sino que obtenía lo que siempre le había faltado: una patria, una nueva religión y, por primera vez en su vida, un hogar estable. Nacido en 1921 en la isla de Corfú, en el seno de la Familia Real griega y de la casa germana de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glucksbures , Felipe Mountbatten conoció el exilio al año de edad, cuando su familia tuvo que abandonar Grecia luego de un golpe de estado que forzó la abdicación de su tío, Constantino I.

El primer puerto fue Saint-Cloud, a las afueras de París, donde la familia vivió en una casa prestada y los hijos accedieron a la educación privada que exigía su cuna gracias a la ayuda de parientes. Hablar de pobreza y destitución sería una injustificable hipérbole, pero no cabe duda de que pertenecían al lado pobre de un linaje aristocrático que se enfrentaba a nuevos tiempos.

Estos cambios pronto impactaron en el grupo familiar. La madre, Alicia de Battenberg , sufrió en 1931 una crisis nerviosa que terminaría con su internación psiquiátrica y la separación de su marido, el príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca , quien se fue a vivir a Monte Carlo. Ese mismo año, en medio del descalabro hogareño, las cuatro hermanas se casaron con miembros de la aristocracia alemana. Sin padre ni madre a la vista, Felipe quedó en un limbo que dos ramas de su linaje —la inglesa y la alemana— se pasarían a disputar con una intensidad casi bélica.

El nazismo y una cuota de azar terminaron inclinando la balanza hacia Inglaterra, donde se sucedieron dos circunstancias definitorias. La primera, ingresar en la Armada británica; la segunda, su relación con la Princesa Isabel. En 1939, el Rey Jorge VI llevó a la futura soberana al Royal Naval College de Dartmouth , donde conversó con este «pariente lejano» (primos terceros por el lado de la Reina Victoria) de quien, según las versión oficial, «se enamoraría para siempre».

Noviazgo turbulento

El romance estuvo plagado de intrigas y sobresaltos, tal y como se cuenta en la última obra de Sally Bendell Smith, «Queen Elizabeth II and Prince Philip's Youthful Romance» . No era el momento ideal en la historia para relacionarse con un príncipe cuyas hermanas vivían en Alemania. Entre los cortesanos de Buckingham lo apodaban el «germano», pero además lo veían como un trepador sin dinero que buscaba hacerse un lugar en el mundo.

Jorge VI vivía bajo la sombra de la abdicación de su hermano, Eduardo VIII , y temía dar un paso en falso al casar a su heredera con un extranjero y de la iglesia ortodoxa griega. La conversión de Felipe al anglicanismo y su adopción de la nacionalidad inglesa (acuñando la traducción al inglés de su apellido materno, Mountbatten) allanaron el camino. La boda se celebró el 20 de noviembre de 1947, radiotransmitida a 200 millones de personas.

Felipe se convirtió en un embajador permanente de Su Majestad, recorriendo el planeta y presidiendo más de 800 organizaciones caritativas. Pero no fue fácil. Marido de la Reina y padre del futuro Rey, el Duque de Edimburgo tenía una identidad prestada . «Mi ambición no era presidir el World Wild Fund. Francamente, hubiera preferido quedarme en la Armada», reconoció.

Considerado un adonis en su juventud, su nombre apareció asociado al de la escritora Daphne du Maurier, la cabaretera Helene Cordet y a otras innumerables conquistas . En una entrevista, el Príncipe lo desmintió con un argumento práctico, aunque no concluyente. «Nunca me he movido sin guardaespaldas. ¿Cómo podría haber hecho todo eso sin que se supiera?»

Pocas muestras de afecto

Las muestras de afecto nunca formaron parte de su repertorio y las crisis matrimoniales de sus vástagos lo sacaban de las casillas. A tono con una vieja tradición, Felipe, severo con los hijos varones, fue comprensivo con las mujeres de la familia. Su intercambio epistolar con Diana de Gales en 1992 , durante la peor crisis en el reinado de su esposa, muestra hasta qué punto suavizaba el principio omnipresente del deber. A pesar de las escandalosas revelaciones filtradas por Lady Di sobre su matrimonio, las cartas muestran una relación afectuosa. La princesa las encabezaba con un «dearest pa» («queridísimo papá»), mientras que Felipe ofrecía su ayuda, aunque cuestionaba su «talento como guía matrimonial».

Otros opinan de manera diferente. «Nunca un elogio. Si alguien hacía bien, algo solo cumplía con su deber», señala una allegada a los Windsor. Esta severidad distante y estoica apenas sorprende. A fin de cuentas, a él nadie le elogió por cumplir con sus obligaciones de consorte, el más longevo de la larga historia monárquica británica.

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