Jaime Campmany: «A mi edad me lo puedo permitir todo»
Domina desde la crónica deportiva a la entrevista; la novela, los versos de cabo roto y la historia de España en romance. Lleva tres décadas en ABC y 62 años amarrado al «recado de escribir» de su añorado César. El maestro Campmany cumple 80 años

-¿Cómo han transcurrido estos primeros ochenta años?
-Han sido muy diversos en la aventura de la vida. Fui un niño de la guerra. Tenía 11 años cuando comenzó. No pude seguir estudiando bachiller porque me pedían un aval político, que mi familia no consiguió. La mía fue una familia perseguida donde encarcelaron y mataron a gente. Y además se fueron a la guerra. Mi madre, inválida para trabajar, tuvo que hacerlo cuando se murió su padre. Fue enfermera, profesora... Pero la echaron, la depuraron y en la casa se quedaron nada más que mujeres: mi madre, mi bisabuela, que vivía con nosotros y había sobrevivido a cinco hijos que tuvo, mi hermana, mi chacha Felisa, fidelísima, y una monjita que nos cuidaba cuando nos poníamos malos y a la que la habían echado del convento. Y entonces yo, de los 11 a los 14 años, mantuve a aquella familia haciendo de todo: carnets de la CNT (llené a mi familia de carnés) que naturalmente robaba. Iba a los camiones que llevaban comida al frente y lo que podía lo traía para casa. También robaba en las huertas. Y me llevé más de un tiro de sal en el culo, que no sabe lo que duele. Tuve que dormir boca abajo. Los huertanos veían a un crío y la emprendían a perdigonazos de sal. Cuando terminó la guerra, vino un tiempo mejor, pero no mucho durante los primeros años, porque siguió el hambre. Cumplí los 17 y terminé el bachiller. Estudiaba en la Universidad y mi vida cambió un poco: ya eran mis amigos, las niñas, los estudios.
-¿Cómo nació su vocación?
-Fue absolutamente irresistible. Yo hice dos carreras universitarias: Derecho y Filosofía pura. Pero iba a la facultad en pijama, con el abrigo encima, después de estar hasta las 5 de la mañana en el periódico. Y lo agradezco mucho, porque lo pasé mal en los primeros años. Era una profesión maltratada, no estaba considerada, malpagada, pero me ha permitido conocer cosas, ciudades, gente, como ninguna otra. En estos ochenta años, lo mejor que he recibido, aparte naturalmente de mi mujer Concha, mis hijos y mi suegra, ha sido lo que me ha dado el periódico. Eso de que llegues a un sitio y siempre haya alguien que te lea y te elogie no se paga con nada... Aunque habrá algunos que se caguen en mi madre, creo que hay muchos que me celebran. En Nueva York me dijeron que me leían en internet y eso es un gozo.
-Tuvo suerte con sus colegas...
-Con los directores y con los compañeros, magníficos y muy diversos ideológicamente y en su manera de vivir. He conocido gente con vidas un poco disparatadas que han sido amigos míos, como César González Ruano, un ser extraordinario, extravagante, irrepetible. Pedro Rodríguez, vecino de página en ABC; yo lo traje a Madrid, había que cuidarlo como una flor y decirle constantemente: «¡Pedro, qué cosa has escrito, no se puede escribir mejor!» porque si no se hundía. Era un flor de invernadero y una gran persona y gran periodista. Fui miembro del jurado que le dio el premio Cavia por «Los españoles del belén». Después tuve la satisfacción de ser yo Cavia habiendo escrito un artículo sobre la muerte de César González Ruano. La noticia de su fallecimiento me golpeó en Roma, cuando cenaba con unos amigos. Al llegar a casa a las tres de la mañana me puse a escribir. Y me costó. Yo liquido los artículos en una hora, pero con aquél quise esmerarme y el personaje de César era muy complicado, porque era muy contradictorio. Recuerdo que a las ocho de la mañana se levantó Conchita, mi santa, y le dije que me hiciera un café: «Es que me acabo de escribir el Cavia de este año». Y me honraron.
-¿Cómo cocina su artículo diario?
-Lo preparo cuando comienzo a leer los periódicos. Luego veo la televisión u oigo la radio y se van perfilando los dos o tres temas del día. Me siento en el ordenador sin saber lo que voy a escribir, pero de los temas hay uno que despierta el interés, pongo el título y ya tengo la mitad escrito. Porque lo demás viene rodado: pura asociación de ideas. Mire, son sesenta y dos años haciendo esto. Yo empecé en el 43, cuando tenía dieciocho años, a escribir en un periódico diario. Antes lo había hecho en revistas juveniles, deportivas. Comencé en Madrid escribiendo artículos literarios en «Juventud». Después en «El Español» me encargaban entrevistas y reportajes.
-Una de sus entrevistas más interesantes fue con Antonio Tovar, el traductor del encuentro Hitler-Franco. ¿Qué le contó?
-Me contó que Hitler le proponía a Franco llevar el Ejército alemán a las Canarias porque esperaban que los americanos desembarcaran en las islas. Y que Franco decía: «No es necesario, no es necesario el Ejército alemán allí porque está demostrado que el extranjero que pisa tierra española...» (Don Jaime, con su prodigioso sentido del humor, imita el tono de voz de Franco). Hitler se desesperaba e insistía: «¡Pero no ve usted que vienen con unas cosas nuevas, unas lanchas de desembarco...!» Y Franco, a lo suyo: «La historia demuestra que todo extranjero que pisa tierra española...» Y de ahí no lo sacaba nadie. Cuando se fue ya Hitler, oyó Tovar que le decía Hitler al traductor alemán que le acompañaba: «Acabo de hablar con el tío más tonto de Europa». Y Tovar me decía: «Hombre, tonto, tonto, no».
-Cela pidió un sillón para Campmany en la Real Academia Española. ¿Es su asignatura pendiente?
-La Academia es muy rara. A mí me hizo cierta ilusión que se empeñaran Elena Quiroga y Camilo José Cela en llevarme allí en un momento determinado. Elena fue la primera que se empeñó. Después no sé lo que ha pasado. Aquello lo dominó mucho Polanco, hay que entrar con el visto bueno de él. A mi pariente José Zorrilla lo hicieron académico y lo tuvieron que quitar porque no pronunció el discurso a tiempo. Al cabo de unos años lo volvieron a elegir y entonces dijo: «Pues ahora lo hago en verso». A otro tío bisabuelo mío, llamado José Selgas, poeta, lo hicieron también académico y no hizo el discurso porque políticamente no era correcto...
-¿Cuáles son sus «bestias negras»?
-No las tengo. Hombre, no sé si algún compañero me tiene tirria, o la diferencia ideológica llega a tal extremo que se le puede tener tirria a alguien. Yo no tengo ni practico esa manía. Soy amigo de mucha gente de izquierdas. He sido amigo de todos los periodistas y, por supuesto, de los ilustres, hayan tenido la ideología que fuera. Soy íntimo amigo de Raúl del Pozo. Y con Haro Tecglen, que nos peleamos y él se mete conmigo y yo con él, una vez coincidí en la Feria del Libro. Mi mujer compró su libro «El niño republicano» para que se lo dedicara. «¿A quién?», le preguntó Haro. «Pues mire, soy Conchita Campmany, la mujer de Jaime», le dijo. Y él encantado firmó: «La momia». Cuando terminamos me acerqué y le di un abrazo.
-¿Qué fue de los personajes literarios Manolito el Pollero y Juan Pérez Creus? -Manolito el Pollero se presentó en un homenaje a Cela de esta guisa: «Bueno, ustedes no me conocen, pero también puedo hablar aquí porque yo vivo de la pluma. Tengo dos pollerías en Madrid». En otra ocasión, lleno de vino, estaba en el mostrador de una taberna de las que abren al amanecer. Y entraron tres individuos, uno cojeando. El Pollero le espeta: «Amigo, no se haga usted el cojo que le va a castigar Dios». ¡Joder, querían matarlo! Pérez Creus hacía unos epigramas fenomenales y el pobre se suicidió. No tenía hijos, vivía con una señora que le trataba mal: lo tenía sucio, lleno de piojos. Un día se lo encontró un vecino y le dijo: «Don Juan, ¿adónde va usted? Y él contestó: «Voy a la terraza, a suicidarme». Y Pérez Creus se suicidió.
-¿Se arrepiente de algún escrito?
-Quizás de algún juicio inmisericorde de alguien. Cuando empecé a escribir de política me refugié en la literatura de humor sin haberla practicado. Nunca he sido un escritor ni de ironía, ni de humor. Pero de una manera instintiva, porque tampoco me lo propuse, pensé que plantearle a la gente un drama diario criticando a los políticos o plantearle a los políticos la molestia de estar zahiriéndolos todos los días era una cosa excesiva. Entonces me refugié en la broma. A veces molesta más, pero ahí ya no tengo la culpa. No es lo mismo llamarle a un tío cobarde que decir: «Este es un cid de la pluma».
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