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Alfonso Diez, duque de Alba, debuta como columnista en ABC

El esposo de la duquesa publica su primer artículo sobre su relación con el mundo del cine

Alfonso Diez, duque de Alba, debuta como columnista en ABC abc

alfonso diez

A veces pienso que pertenezco a ese tipo de personas cuya vida está tan unida al cine y a algunos autores que, cuando charlamos con amigos o «amiguetes», sobrinos o compañeros, sobre tal película o tal actor, creo que estamos hablando de cosas distintas. Yo hablo de ello , sobre todo de determinado cine o determinado actor, como si se tratase de algo o alguien próximo , familiar, influyente y unido a mí como parte de mis lugares, de mis vivencias, de mi educación.

Por eso choca –y tengo que hacerlo en la intimidad– mi llanto cuando muere alguno de mis amigos, de mis héroes, como Richard Widmark o Gregory Peck , por ejemplo. Lloro . Lloro por alguien que me ha acompañado, a quien he admirado, a quien he herido. Lloro por Natalie Wood porque fue mi «novia» durante muchos años, porque la quise.

Voy a contaros un poco de mi vida para que os hagáis idea, un poco, de lo que estoy hablando. Palencia, en mil novecientos cincuenta y tantos, era una ciudad pequeña y muy provinciana, pero a mí me gustaba. Yo era el mediano de ocho hermanos , mi padre era militar y mi madre era principalmente madre . Los dos venían de familias de distinta procedencia y diferentes profesiones. Mi padre, de comerciantes; mi abuelo tenía una fábrica de chocolate y una tienda con importación y exportación. La familia de mi madre era de médicos y militares de carrera. Vivíamos en un piso de mi abuelo, enorme, con grandes ventanales que daban a la Calle Mayor. Estaba encima de la tienda, en un primer piso.

Os voy a contar algo sobre mis hermanos: íbamos muy seguidos pero, como murieron cinco de enfermedades infantiles, se formaban piñas de dos en dos o de tres en tres. Yo iba con mis hermanos P. Ignacio y Mª B. Recuerdo que una de las cosas que más nos gustaba, cuando nos tocaban a retreta para irse a dormir, a espaldas de mi padre, era asomarnos a los ventanales para ver la calle. Los sábados era el mejor día porque, a esa hora, todavía había paseo . La primera vez que tengo una referencia próxima, prohibida y envuelta en misterio con el cine fue precisamente a través de esos ventanales.

Un día empezamos a oír en el colegio que estaban rodando una película, era «Calle Mayor» . Mi padre advirtió de que, a partir de una hora, quedaba totalmente prohibido asomarse a la calle . Eso no impedía que, cuando mi padre no estaba o se metía en la cama, fuéramos a ver la calle través de los ventanales. Una calle estaba llena de focos y de mucha gente que no conocíamos y que, de repente, pasaba de estar vacía a parecer un domingo al mediodía a la salida de misa.

Iba al colegio La Salle. Los domingos íbamos al cine del colegio —la propina de mi padre no daba para más— y, bueno, no estaba mal. Nos tapaban los besos y a veces se ponía la pantalla ne gra, pero ponían buenas películas. Un recuerdo envolvente, y que no se me ha borrado, es una película de sarracenos. Fue uno de los primeros sustos porque el chico y la chica no llegaba a tiempo de coger la alfombra voladora que les libraría de los soldados con la cara oscura y unos sables de grandes hojas muy afiladas y curvas. Se libraron por los pelos, pero yo pasé varias noches atemorizado reviviendo ese momento.

«Las siete colinas de Roma»

Pasaban los años y seguía mis estudios. No era buen estudiante, aprobaba de chiripa . Yo lo que quería es que llegara el domingo para ir al cine y comprar mis tebeos y «Fotogramas». Mi padre controlaba mucho las pelis que veíamos. En una ocasión, viendo «Las siete colinas de Roma» (con Mario Lanza, que no me gustaba, pero con María Allasio, que era una bomba) y « La casa de las chimeneas» (con Robert Taylor, que me gustaba porque daba mucha seguridad; acababa de verle en «Ivanhoe» y «Quintin Duward») en el cine Proyecciones, estábamos mis hermanos, P. Ignacio y Mª B., y yo.

O nos habían prohibido ir al cine o habíamos hecho algo mal, el caso es que allí estábamos cuando vimos a Roberto –era el ayudante de mi padre– con el acomodador, los dos con linternas, buscándonos. Nos sacaron del cine, llegamos a casa, nos pusieron en fila y nos dieron dos turnos de tortas y a la cama sin cenar. Mi madre, siempre que pasaban estas cosas y cuando estaba todo el mundo en la cama, se saltaba las prohibiciones y nos llevaba un bocadillo o restos con un vaso de leche. La leche nunca faltaba a cualquier hora del día . Pero eso no impidió que yo siguiera haciendo de las mías.

Mª B. se volvió una redicha y responsable y P. Ignacio se acercó a otros amigos. Yo iba por libre o con Antonio, idóneo para las correrías cinematográficas. En esta etapa yo tenía doce o trece años y empezaba a querer ver películas para mayores. No me dejaban llevar pantalones largos y era fundamental para dar la impresión de mayor. Altura tenía y procuraba ir a los cines en los que ni la taquillera ni el portero me conociera n. Creo que fue en el cine Castilla, y además creo que viendo «El pistolero de Cheyenne», con Anthony Quinn y Sophia Loren , cuando empecé a probar suerte. Dio resultado y me pasé meses pensando en Sophia Loren desnuda, atada a un caballo dando vueltas a un teatro. Nunca he dejado de quererla.

La estrategia

No he dicho la forma de conseguir los pantalones largos para mis escapadas furtivas al cine. A mi hermana mayor que, como siempre, era la mimada, se le metió en la cabeza que quería esquiar. Como también era bastante peliculera, me imagino que vería en alguna revista esquiar a alguna artista, o lo vería en alguna película. El caso es que le compraron todo el equipo. El pantalón, que apenas lo usaba, era negro con una cremallera al lado, de tejido de estambre, y apenas abultaba, estupendo para esconderlo en la cintura y sujeto con el cinto. Al pasar ante la taquillera y el portero, ponía cara de circunstancia y me colaba . El invento duró mucho tiempo.

Había un problema, el estambre era un tejido que picaba mucho y me pasaba casi toda la película rascándome las piernas; el segundo problema: no tenía bragueta, por lo que para hacer menores tenía que entrar donde mayores y bajarme el pantalón de mi hermana más el mío corto. Pero todo me compensaba. En el fondo estaba viendo cosas y viviendo cosas que si no, me las hubiera perdido, aparte de que no me correspondía verlas. Mujeres extraordinarias y hombres extraordinarios , en situaciones y con historias que nada tenían que ver con la marcha de la ciudad.

Me llevaban a un mundo desconocido que mezclaba con el mío, y la mezcla me envolvía. Me enseñó a enfrentarme a los secretos, a besar, a resolver mis pequeñas inquietudes, a llevar mis enamoramientos como podía llevarlos cualquiera de aquéllos que veía en pantalla. Eso se lo debo al cine. Por eso fue mi profesor, mi abuelo, mi padre, mi amigo ... para lo bueno y para lo menos bueno.

Aprovecho la presente para decir a Rita Hayworth que le diga a Ava Gardner que hable con mi madre, que seguro que está de escaparates con Lana Turner, y le diga cuánto la echo de menos

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