Los habitantes de un diminuto pueblo filipino han logrado una proeza: 'domesticar' a los enormes tiburones ballena. Su intimidad con estos gigantes de veinte metros atrae a los turistas y los ha salvado de la miseria, pero también tiene una cara b. Se lo contamos.
Uno de los colosos se acerca atravesando las tranquilas aguas con su enorme boca abierta de par en par. «¿Dónde te habías metido?», le pregunta Lorene de Guzmán desde su pequeño bote de madera. Conoce muy bien a este ejemplar especialmente grande. Y llevaba
semanas sin verlo. De Guzmán deja caer al agua un puñado de cangrejos y raspa con cuidado los depósitos que se han formado sobre la piel del animal. «Has debido de viajar muy lejos…». Todas las mañanas, De Guzmán se introduce con su bote en el mar y da de comer a los gigantes que frecuentan las costas de su hogar, al sur de la isla filipina de Cebú.
En las aguas filipinas hay contabilizados casi 1900 tiburones ballena, la segunda mayor población de esta especie en el planeta. Su número se ha reducido a la mitad en los últimos 75 años. Y es en el entorno indopacífico donde se ha registrado un retroceso más drástico. Sin embargo, estos animales migratorios todavía siguen llegando en buen número a las costas de Tan-awan, el pueblo de dos mil habitantes donde vive Lorene de Guzmán. Y vienen porque hace diez años los pescadores empezaron a alimentarlos, lo que a su vez ha atraído hasta este pequeño pueblo a más de un millón de turistas.
Quieren ver de cerca a unos gigantes oceánicos que pueden alcanzar los veinte metros de longitud. A pesar de su impactante tamaño y su enorme boca, los tiburones ballena son inofensivos. Sus centenares de diminutos dientes los usan para filtrar el agua y atrapar el plancton que flota en el mar.
Antes, los pescadores de Tan-awan los evitaban. Fue así hasta que, hace unos diez años, Jerson Soriano empezó a jugar con ellos en el agua. Poco después, Soriano comenzó a atraer a los tiburones ballena usando cangrejos. Al poco tiempo ya eran varios los pescadores del pueblo que hacían lo mismo. Decidieron crear una organización para encargarse de alimentar a los tiburones ballena y llevar a los turistas hasta ellos. Muchos visitantes subieron a las redes sociales sus selfis con los gigantes y de un día para otro las aguas de Tan-awan se llenaron de gente.
En el otrora adormecido pueblo costero abrieron hoteles y restaurantes. En vez de marcharse a la ciudad o al extranjero, los jóvenes se quedaron en Tan-awan; había trabajo para todos. Lorene de Guzmán vio triplicados sus ingresos. Solo en 2019 los turistas dejaron en el pueblo alrededor de tres millones y medio de dólares.
Pero esta bendición en forma de lluvia de dinero podría acabar convirtiéndose en una maldición para los tiburones ballena. El alimento que los lugareños arrojan todos los días al mar está haciendo que algunos ejemplares abandonen sus hábitos viajeros y se queden en la zona de forma permanente. La ONG World Wildlife Fund es una de las muchas organizaciones que condenan esta práctica. «Antes se los cazaba, ahora están amenazados por el turismo», dice Ariana Agustines, una bióloga marina que lleva años estudiando las poblaciones de tiburón ballena en Filipinas. La alimentación a cargo de los pescadores ha alterado la conducta de estos animales, incluidos en la Lista Roja de especies en peligro de extinción elaborada por la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. «Normalmente tienen una alimentación muy variada –explica Agustines–. Comen corales, plancton y peces pequeños». Pero en Tan-awan solo se los alimenta con cangrejos.
Además, esta práctica ha influido en su forma de moverse en el agua. Ahora nadan más cerca de la superficie y aumenta el riesgo de colisiones con las barcas o con otros objetos flotantes, lo que lleva a que sufran más heridas y abrasiones cutáneas.
«Los tiburones ballena nos han salvado –dice Lorene de Guzmán–. Gracias a ellos, la gente tiene trabajo». Asegura que se ha ido forjando una relación muy estrecha entre los pescadores y los gigantes marinos. Este vínculo se ve reforzado por el carácter apacible de los tiburones ballena y por lo fáciles que son de distinguir unos de otros. Cada ejemplar tiene un patrón de manchas diferente en la piel del lomo.
«Les gustamos. Si dejáramos de darles de comer, se sentirán dolidos, se enfadarán y se marcharán de aquí –cree De Guzmán–. Por eso no vamos a dejar de alimentarlos, aunque se nos acabe el dinero. Si es necesario, pediremos créditos». Por ahora, los turistas siguen sin llegar por culpa del coronavirus. Por toda la localidad se ven puertas y ventanas tapiadas. Todos esperan que el negocio florezca de nuevo con el fin de la pandemia y el retorno de los turistas.