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Sentido de Estado

Juan Manuel de Prada

Sábado, 11 de Septiembre 2021, 01:18h

Tiempo de lectura: 3 min

Es muy habitual que, cuando se quiere exaltar la figura de algún político jubilado o ya fiambre, se lo caracterice como un hombre con «sentido de Estado». Asimismo, la expresión es utilizada a modo de arma arrojadiza entre políticos en activo, que cuando desean lanzar un reproche a sus contrincantes afirman que carecen de este mismo ‘sentido de Estado’.

Pero la expresión de marras esconde en las entrañas de su significado algunas trampas. Cuando decimos ‘sentido de Estado’ (como cuando decimos ‘razón de Estado’, otro término más espinoso aún) estamos sobre todo otorgando al Estado una categoría de instancia moral inapelable y suprema, cuyas conveniencias y necesidades se erigen en sí mismas en regla de justicia. Pues, de lo contrario, para exaltar la figura de un político retirado o ya fiambre, diríamos que era un hombre con ‘sentido del bien común’, o de cualquiera de las virtudes —empezando por la justicia— necesarias para alcanzar dicho bien; o bien exaltaríamos sus prendas, la encarnación de tales virtudes en su persona, calificando al político de marras con los epítetos más lustrosos: honrado, íntegro, abnegado, etcétera. Y exactamente lo contrario harían los políticos en activo para denostar a sus contrincantes.

El gobierno, cualquier gobierno, ya no es un instrumento del Estado, sino un instrumento del partido en el poder

Si, en cambio, acuden a la expresión ‘sentido de Estado’ no es tan sólo para compendiar toda una ristra de virtudes, sino para significar que el político en cuestión es también capaz de pisotear esas virtudes si el Estado se lo demanda. Cuando decimos ‘sentido de Estado’, afirmamos que el Estado es un ente que se rige por reglas propias, pisoteando cualquier principio previo de índole moral o metafísica. Y que hay personas con ‘sentido de Estado’ que pueden fácilmente acallar su conciencia, guiándose siempre por la conveniencia del ente al que sirven; personas que pueden ser justas o injustas, benévolas o impías, intachables o deshonestas según sean las necesidades del Estado. En el fondo, la expresión ‘sentido de Estado’ nos habla de un ente amoral, de carácter absoluto, que reclama de sus ‘servidores’ una adhesión plena e incondicional, capaz de someter los mandatos morales de la conciencia a las exigencias de su funcionamiento. Se trata de una expresión sibilinamente totalitaria.

Pero, además, la expresión ‘sentido de Estado’ esconde otra trampa. En nuestras democracias, el Estado tiende, de forma cada vez más indisimulada, a ser deglutido por el gobierno (de hecho, resulta muy sintomático que cada vez más personas —y no solamente legas, sino también políticos en ejercicio— confundan desenfadadamente ambos términos). En teoría, el Estado es una organización política y jurídica que arbitra la vida en sociedad, trascendiendo los intereses sectarios (para lo que dispone de leyes y de la autoridad suficiente para aplicarlas). El gobierno, por su parte, es un agente o delegado —supremo, pero pasajero— al que se encomienda la labor de llevar a cabo la actividad del Estado. Pero, en las democracias modernas, los gobiernos, lejos de actuar como delegados del Estado (para trascender los intereses sectarios), actúan —tras una lucha de partidos para conseguir el poder— como paladines de unos objetivos ideológicos recogidos en su programa. Y no ejercen el poder como una función que les compete, sino como una propiedad absoluta cuya norma de acción ya no es trascender los intereses sectarios, sino la realización de dichos objetivos programáticos.

Un político de nuestra época, por lo tanto, no puede actuar con ‘sentido del bien común’, sino que debe representar los intereses sectarios de sus partidarios, cumpliendo con el programa de su partido. De hecho, cuando quieren probar que son eficaces y cumplidores (a mitad de su mandato, o a la conclusión del mismo), los gobiernos presumen del cumplimiento de las promesas de su programa. Un gobierno sólo puede gobernar, en definitiva, de forma partidista; o, en el mejor de los casos, haciendo leves concesiones a alguno de sus oponentes, para entablar con ellos alianzas coyunturales. El gobierno, cualquier gobierno, ya no es un instrumento del Estado, sino un instrumento del partido en el poder; y, por lo tanto, todo político es necesariamente partidista. Así que cuando se dice, a modo de elogio, que tal o cual político tenía ‘sentido de Estado’ significa que, mientras estuvo en el gobierno, sabía emplear los mecanismos estatales y silenciar los mandatos de su conciencia en beneficio de los intereses sectarios de su partido. En este sentido, afirmar de un político en activo que carece de ‘sentido de Estado’ puede ser, paradójicamente, el más encendido de los elogios.

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