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LAS VOCES DE XLSEMANAL: Lorenzo Silva La última aventura de Bevilacqua y Chamorro, en podcast

Lorenzo Silva ha escrito en exclusiva para los lectores de “XLSemanal” un relato protagonizado por su famosa pareja de investigadores, Bevilacqua y Chamorro. Una aventura en siete capítulos, que se publicará íntegra, semana a semana, y que también puedes escuchar en podcast. Ofrecemos aquí el primero de ellos.

Viernes, 16 de Julio 2021

Tiempo de lectura: 6 min

Capítulo I

El puto móvil

Me hallaba en el más profundo y plácido de los sueños cuando la voz de Nada, con su aterciopelada dulzura, atacó aquel estribillo:

E tutta la vita gira infinita senza un perché…

Me costó recordar dónde estaba. Cuando abrí los ojos, no reconocí los volúmenes en la semipenumbra de la habitación. Aquel cuarto era más grande que mi dormitorio, también más que el promedio de las muchas habitaciones de hotel en las que la vida me ha llevado a despertarme. Tampoco reconocí enseguida la voz que rezongó:

—No me digas que olvidaste silenciar el puto móvil.

Volví la cabeza y la vi, desnuda, con la sábana por la cintura y tumbada bocabajo junto a mí. Parecía que aquella noche, pese al pronóstico cada vez más rotundo en contra, había ligado. Y era una mujer bella, seguramente más de lo que le correspondía al individuo en declive que la miraba con la mente aún aturdida. Solo entonces comencé a recordar jirones de la noche anterior, el paseo solitario por la playa que había acabado en una terraza, junto con una copa de vino blanco y luego junto con una mujer igualmente solitaria, la que ahora tenía al lado, que sin esperarlo había tomado la iniciativa de trabar conversación. Incluso se había avenido a reírse de mis chistes y a observarme con una aprobación creciente, que pronto se acabó convirtiendo en una expresión manifiesta de deseo de pasar a otro tipo de intercambio. Quizá por curiosidad, quizá por aburrimiento, quizá por coleccionismo. A esas alturas de mi vida, no me engañaba, podía no estar todavía en esa fase del envejecimiento masculino que según Leonard Cohen, en su magistral teoría al respecto, vuelve al hombre repulsivo a los ojos de una mujer, pero transitaba ya por la etapa inmediatamente precedente, esa en la que uno se convierte en invisible a la mirada femenina común. Por eso no me apresuré a captar el mensaje. Por eso no tuvo ella más remedio que hacérmelo más explícito, tomando mi mano entre las suyas, y a partir de ahí un hombre solo, sin ataduras ni esperanza, mal podía resistirse.

Volví la cabeza y la vi, desnuda, con la sábana por la cintura y tumbada bocabajo junto a mí

Si acaso, perdí unos minutos en cerciorarme de que aquella mujer a la que le sacaba cómodamente quince años no era una femme fatale enviada por algún enemigo para drogarme, secuestrarme y luego asesinarme tras una prolongada sesión de tortura. Mi instinto me certificó que no era más que alguien que como yo ya había dejado atrás las aspiraciones inflamadas de la juventud, y a quien la suma y el peso de sus tropiezos vitales autorizaba a darse una alegría, sin mayor trascendencia, en sana complicidad con otro adulto proclive a concederse una licencia semejante. Por si acaso, no le había dado cuenta precisa de lo que hacía para ganarme la vida y, lo que es aún más perentorio, gastarla y en suma irla perdiendo con una mínima dignidad. No sabía ella, por tanto, que acababa de pasar la noche con un investigador de homicidios, es decir, alguien que nunca puede silenciar ni apagar el móvil y a quien puede sonarle incluso cuando en teoría está de vacaciones y ha tenido la suerte de ligar.

—Perdona, tengo que cogerlo —me excusé, con voz pastosa.

Sin desenterrar la cara de la almohada, la mujer, cuyo nombre no terminaba de venirme a la memoria, lanzó entonces su mano hacia la mesilla, donde buscó a tientas mi teléfono móvil, que en el fragor de la batalla erótica había quedado en su lado. Cuando lo tuvo en su poder, levantó la cabeza, abrió los ojos y lo fisgó sin disimulo.

—Virginia —leyó—. Tu mujer, ¿no?

—Ninguna mujer es la mía, que yo sepa —respondí.

—Eso dicen todos.

—En serio. Es mi compañera de trabajo. ¿Me lo vas a dar?

—Claro. Y luego esperaré a que venga un unicornio.

Me puso el teléfono en la mano justamente cuando dejó de sonar la canción y en la pantalla apareció el mensaje de llamada perdida. La recuperé y marqué enseguida para responderla. Azucena, ese recordé que me había dicho que era su nombre, volvió a estampar su rostro contra el suave tejido de la funda de su almohada.

—Hola, te he pillado durmiendo —dedujo la brigada Chamorro, mi compañera de fatigas, cuando por fin logré comunicar con ella.

—Más o menos —murmuré—. ¿Qué pasa?

—Oh, oh, me parece que estoy arruinando algo.

—No, tranquila. ¿Qué hay?

—Ya me disculparás. Nos han llamado de Cáceres, para un apoyo urgente. Y ya sabes que nuestro coronel no sabe decir que no.

—Lo sé, pero yo estaba de vacaciones.

—Le consta, y me pide que te transmita sus excusas. Pero estamos en cuadro, tenemos a toda la gente disponible en Valencia, con lo de la chica desaparecida, y nos ruega que tengamos la bondad.

—¿Ofrece recompensa? ¿Una medalla, un ascenso, un jamón?

—Más días libres en agosto. Te recuerdo que yo también estaba de permiso la semana que entra. Menos mal que no tenía plan de irme fuera. En todo caso, no me ha pedido que te exija venir.

—Ya, solo que me hagas sentir culpable por dejar que te fastidies tú sola, en caso de resistirme a atender su amable petición.

—Te conoce. Estás perdido, mi subteniente.

—Dime por lo menos que podré sentir empatía hacia la víctima.

—Me da que sí. Se trata de una anciana de ochenta y seis años. Murió anoche en el hospital de Plasencia. No consiguió superar las lesiones por el golpe en la cabeza que le provocaron sus agresores.

—Qué hijos de perra. ¿Es que eran varios?

—Dos, según los testigos. La asaltaron para robarle el bolso y las joyas, y lo consiguieron. El problema es que a la pobre mujer le dio por resistirse a que le quitaran la cadena que llevaba al cuello y en el forcejeo cayó hacia atrás y se golpeó con la cabeza en el suelo.

—¿Cuándo ocurrió?

—Anteayer. Ha pasado treinta horas entre la vida y la muerte.

—¿Y cómo es que los de Cáceres piden apoyo? Serán sospechosos habituales, ¿no tienen ya una idea de quién pudo hacerlo?

—No hasta donde quisieran. En los últimos meses ha habido una oleada de robos semejantes, siempre con ancianas como víctimas. Resolutivos y violentos. La sensación de inseguridad ha generado un descontento hacia nuestra labor que con esta muerte ha subido de tono. La prensa local nos despelleja vivos esta mañana.

—Vale, ya veo lo que hay. No podré llegar antes de mediodía.

—Aquí me tendrás, con el depósito lleno y un sándwich.

—Qué haría sin ti, Virgi.

—Descarrilar, una y otra vez.

—Te llamo cuando esté cerca de la unidad. Iré directamente, no me ha dado tiempo a ensuciar toda la ropa que tengo en la maleta.

—Voy recabando antecedentes mientras tanto. Ya estoy al habla con la capitana de la unidad de policía judicial de Cáceres.

—¿Capitana? —se me escapó.

—Sí. Es lo que hay. Ve afinando tu poder de seducción.

—De eso cada vez ando más corto. En un rato te veo.

Azucena se había incorporado en la cama. Cubierta con la sábana hasta las axilas, me contemplaba con una especie de espanto.

—¿A qué diablos te dedicas? —me preguntó.

—Colecciono muertes. Si puedo, después de resolverlas. Así me pesan menos en la memoria. Siento tener que irme pitando.

—No pasa nada  —dijo—. Así te ahorras la mentira piadosa.

—Gracias por acogerme en tu habitación.

—Era demasiado grande para mí sola. Gracias a ti por ayudarme a deshacer la cama. Anda, vete, que Virgi te está esperando.

Aquello, en fin, era una certidumbre. No estaba mal tener alguna. (Continuará...).

Descarga en PDF el primer episodio de 'Una pésima idea'


El segundo capítulo del relato de Lorenzo Silva, el próximo domingo.

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