Jürgen se quedó. Ahora trabaja como camarero en la taberna de la antigua Colonia Dignidad, el lugar donde sufrió abusos sexuales durante años cuando era niño. Jürgen sirve chucrut a los turistas y cree que en la vida siempre hay que mirar
hacia delante.
Sergio también se quedó. Interpreta canciones típicas alemanas para los veraneantes. Canta en el mismo lugar en el que Paul Schäfer, el fundador de la secta, lo violaba de forma habitual. En sus canciones, Sergio habla del amor eterno, pero en sus 58 años nunca ha besado a una mujer.
Winfried volvió. De niño fue víctima de abusos y trabajos forzados en esta colonia alemana situada en el centro de Chile. Pero Winfried es diferente a los demás. Ahora es abogado y lucha contra el olvido. Y cree que no se debería permitir que un campo de concentración se transformara en atracción turística. «La gente de aquí me ve como al diablo en persona –dice Winfried–. Quieren suprimir el pasado, anularlo. Pero no se lo voy a permitir». La antigua Colonia Dignidad hoy se llama Villa Baviera. Un cambio de nombre para atraer al turismo a estas 30.000 hectáreas de finca. En la imagen de apertura, entre 1961 y 1997, usando técnicas a medio camino entre la secta y el campo de concentración, se torturó a cientos de personas, los recluidos por Schäfer y disidentes que le enviaba el régimen de Pinochet.
¿Olvidar o explicar, enterrar o sacar a la luz? La pregunta afloró de nuevo con la llegada a los cines de la película Colonia Dignidad, protagonizada por Emma Watson y Daniel Brühl, un filme que muestra en toda su brutalidad el sistema que regía este lugar.
Es un caluroso día de febrero en el Chile central. Jürgen, de 51 años, está detrás de la barra del restaurante bávaro de la colonia. La vista desde las ventanas se extiende sobre prados impecables hasta perderse en las montañas nevadas. «El paraíso para unas vacaciones», dice Jürgen, que nos acompaña en «el tour de visita a la colonia». Los huéspedes del hotel disfrutan de un codillo en el mismo salón donde antes los hombres pegaban a las chicas que se resistían a obedecer. Encima del almacén de patatas, donde se torturaba a los opositores al régimen del dictador Augusto Pinochet, viven hoy algunos de los antiguos encargados de la colonia. Y en la casa donde residía el fundador de la secta, y donde noche tras noche abusaba de los niños, ahora se celebran bodas.
Entramos en una estancia oscura. Jürgen dice: «Me encerraban como castigo, hasta dos semanas me tenían. Me maltrataban salvajemente, me golpeaban con cadenas o cables». Jürgen nos cuenta sus experiencias de forma desapasionada, sin emociones. Está tomando medicación. Un psiquiatra de la Embajada alemana viene regularmente a la colonia para tratar a las víctimas de 40 años de tiranía.
«Antes me daban 20 pastillas al día para dejarme grogui, y eso tiene consecuencias», dice Jürgen con sequedad. También tiene la espalda destrozada después de los años que de niño pasó trabajando en los campos. «Era como un campo de concentración, con la Gestapo y experimentos humanos. Y con Schäfer en el papel de brutal comandante nazi». ¿Y ahora hace de guía por el lugar del crimen? «Qué más da. Es mi trabajo. Todos tenemos que vivir de algo». ¿No le asaltan los recuerdos? «Todo el tiempo. Pero hay que mirar hacia delante. Ver lo bueno».
¿Y qué es lo bueno? «Ahora soy libre. Puedo elegir la ropa que me pongo, puedo besar a mi mujer». Pocos vestigios de aquel oscuro pasado quedan en las treinta mil hectáreas de la finca. Las torres de vigilancia fueron retiradas, también los dispositivos de disparo automático y el alambre de espino, todo el aparataje destinado a impedir la fuga de sus habitantes. En la crónica oficial de la colonia solo se usan dos palabras para referirse a la época comprendida entre 1961 y 1997: «Años difíciles». También se ha cambiado el nombre: Colonia Dignidad se ha transformado en Villa Baviera.
Paul Schäfer huyó a Chile en 1961, cuando en Alemania –donde había creado una supuesta organización caritativa para niños– se le empezó a investigar por abusos a menores. Los asistentes sociales alemanes atendieron a más de un centenar de niños y jóvenes. Aunque su secta soñaba con «vivir como los antiguos cristianos en la Tierra Prometida», Schäfer no tardó mucho en levantar un reino de terror, a donde lo siguieron varias decenas de sus adeptos alemanes. Se hacía llamar Tío Permanente. Separaba a los niños de sus padres para violar a los pequeños con tranquilidad. Les administraba psicofármacos y les aplicaba electroshocks en los genitales. Creó un sistema de vigilancia en el que todos espiaban a todos.
Schäfer no se privaba de nada. Le gusta recibir visitas ilustres, sobre todo de políticos de la CSU, el partido conservador bávaro. En los años setenta, cuando Pinochet quería librarse de los opositores, Schäfer ponía sus sótanos a disposición del dictador para torturas y ejecuciones. Varias docenas de opositores al régimen militar chileno desaparecieron aquí.
Schäfer saciaba su constante demanda de niños entre los más desamparados. Buscaba chicos chilenos enfermos y les ofrecía tratamiento gratis en el hospital de la colonia. Uno de ellos fue Sergio, afectado de poliomielitis. Schäfer le pagó varias operaciones y luego hizo que lo llevaran ante él. «Dijo que era el Salvador y que tenía que verme desnudo. Y abusó de mí. Lo llamaba 'atención espiritual'. Un día no me dejó salir de la colonia y le prohibió el paso a mi madre. Desde entonces estoy aquí. Hace 47 años de aquello».
Sergio está sentado en su silla de ruedas. Es un hombre siempre de buen humor. Fabrica adornos de madera para las bodas que ahora constituyen la principal fuente de ingresos de la antigua secta. Recibe un salario de 250 euros al mes. «Estoy contento con el sueldo», afirma. Durante 30 años trabajó en régimen de esclavitud, hasta 16 horas al día, sin recibir nada a cambio. No se marchó cuando Schäfer huyó de la colonia en 1997. El fundador de la secta fue detenido en Argentina en 2005 y murió en prisión en 2010.
«¿Adónde podría haber ido? –dice–. No todo era malo. Tampoco Schäfer era malo en todo. Construyó una escuela para los niños del pueblo y un hospital infantil». ¿Pero no abusó sexualmente de usted? «Eso es cierto. Era un sádico. Pero a través de las necesidades del alma encontré a Dios».
Intentamos desviar la conversación hacia las injusticias que se cometieron con él, pero responde que el odio es obra del diablo, que prefiere perdonar. Solo al final admite tener un deseo, un anhelo, y hace que suene como un pecado mortal: «Me gustaría besar a una mujer una vez en mi vida».
Muchos de los habitantes de Colonia Dignidad no conocieron el amor hasta los 40 o 50 años. Vivían en un mundo propio, un Estado dentro del Estado, en el que incluso mirar a una chica se castigaba con la vara. Los niños no podían ir a la escuela, ni leer la Biblia ni ver la televisión, y en los libros se tachaban todos los pasajes en los que se hablase de amor o de la familia.
Después de pasar un par de días en Villa Baviera, formada por unas 30 edificaciones, llama la atención el elevado número de sus habitantes que presentan algún tipo de tic, como movimientos involuntarios de la cabeza, o trastornos del habla, consecuencia de décadas de medicación obligada. Al principio te miran con desconfianza, pero pronto empiezan a hablar de sus experiencias y ya no pueden parar. Cuentan cómo, con más de 40 años, se encontraron de repente ante la necesidad de desarrollar una personalidad, a afrontar decisiones tan complicadas para ellos como comprar su propia ropa. Una frase se repite con frecuencia: «No conozco otra cosa. No podría sobrevivir ahí fuera».
Este lugar necesita un ejército entero de psicoterapeutas. En Villa Baviera siguen viviendo unas 100 personas. Antes eran 300. Se dedican a la agricultura y gestionan una panadería; producen 32.000 huevos al día y venden el estilo de vida bávaro. Tuvieron que renunciar a muchas cosas, como la cantera y el hospital. Decidieron hipotecar las tierras y ahora no pueden pagarle al banco ni siquiera los intereses. Confían en que los salve el turismo, pero el hotel apenas tiene un 40 por ciento de reservas. «Venir aquí de turismo es de mal gusto –dice Winfried Hempel–. Es hacer negocio con el escenario de una terrible injusticia».
Para muchos, Winfried es su mayor enemigo. Se fue de la colonia con 20 años y poco más que el graduado escolar. «Tenía la mentalidad de un niño de 8 años». Se marchó a Santiago, la capital, siguió estudiando, se matriculó en Derecho. Ahora, a sus 38 años, vuelve a Villa Baviera una vez al mes y representa como abogado a 120 personas; la mayoría de ellas, antiguos residentes de la colonia. Quiere demandar a los Estados chileno y alemán por omisión de socorro y exige indemnizaciones a la colonia. «Si no tienen dinero, que vendan las tierras».
«¿Ve a aquella mujer bajita? –pregunta Winfried–. Todavía sigue espiándonos a todos. ¿Y a aquel anciano? Un criminal terrible, pero se dice víctima. Aquí siguen viviendo juntos víctimas y verdugos, ¿cómo se supone que puede ir bien?».
Un grupo de turistas chilenos pasa junto a nosotros. Hablan de este lugar con una admiración llamativa, como si fuera un compendio de las virtudes alemanas: limpieza y orden. No les interesa el pasado. Solo pasar sus vacaciones en este trozo de la Alemania rural.
Los familiares de las víctimas de Pinochet lo ven de otra manera. Han organizado concentraciones y en una de sus pancartas se preguntan: «¿Por qué el Gobierno alemán no apoya que se abra un McDonald's en Auschwitz?».
Poco a poco, la comunidad va empezando a encarar su pasado. Están reformando el almacén de patatas para convertirlo en un museo. Quieren dedicar una gran sala a contar la «abnegada» historia de los colonos. Para ellos aquí solo hubo un diablo, Schäfer, todos los demás fueron víctimas. No mencionan que 20 de los integrantes del círculo de confianza de Schäfer están en prisión por tráfico de armas y colaboración en abusos a menores. Ni tampoco que este círculo sigue controlando la colonia desde la cárcel: lo hace a través de sus hijos, que hoy dirigen la comunidad.
Cada cual tiene una manera diferente de afrontar el pasado de Colonia Dignidad. Los viejos lo ignoran. Jürgen recurre al pragmatismo. Sergio, a su fe. Y Winfried, a la lucha.
Eduardo Salvo, de 35 años, ha probado todas estas variantes. Todavía sufre episodios depresivos. Fue él quien delató a Schäfer ante la Policía, lo que precipitó la caída del líder. Nos cita en una cafetería de la capital. El abuelo de Eduardo, miembro de la Policía secreta durante la dictadura de Pinochet, le consiguió una plaza en Colonia Dignidad. Llegó a conocer bien a Schäfer.
«Ir de campamento se consideraba un honor. Pero pronto también empezó a abusar de mí. Peor aún, me hizo su ayudante y me obligó a participar en los abusos. Es muy difícil vivir con esa culpa», cuenta. Las lágrimas asoman a sus ojos. Eduardo asegura que no quiere volver a pisar Villa Baviera. «¿Se lo imagina? ¿Pagar una entrada para visitar el lugar donde me maltrataron y abusaron de mí?».