por carreteras secundarias
Wislawa, Aurelia y las hormigas
Volvemos constantemente al lugar del crimen, como los asesinos y los pintores
Volvemos constantemente al lugar del crimen, como los asesinos y los pintores. A las carreteras que rompen la monotonía de las vías rápidas, como la que mientras surca tierras vallisoletanas se llama VA-904, pero que cuando discurre bajo pendón palentino se transforma en la P-904, sin que las hormigas, las palomas y los vencejos se tomen la molestia de verificar si se han perdido. La gama de ocres, sienas y terracotas es un arcoiris para copistas sutiles que saben sacarle su enjundia a los campos recién segados, las encinas, matorrales y caminos de concentración. Geometría que huele a paja bajo una campana de silencio. Porque ni los pájaros ni las sombras que hablan en las calles porticadas de Ampudia hacen ruido.
Nubes negras se arraciman sobre los grandes cielos de Castilla, restos del aguacero que la noche descargó sobre aeropuertos, chabolas, terrazas, puticlubs…, sobre Madrid, Vallelado, Trigueros del Valle, los campos de cebada, palomares, hormigueros, la casa de Aurelia y las afueras.
«Eran tiempos mejores». Sentada ante su puerta, de un arrabal de Palencia se vino a este arrabal de Trigueros. De negro, como viuda sin consuelo, a Aurelia le cuesta recordar que tiene 86 años, seis hijos, que solo uno vive en Trigueros y que tiene nietos: «Pocos». Con su marido, pastor, se hizo de este lugar de Tierra de Campos: «Era muy buen hombre. Muy bueno», dice tratando de que no se note la pena negra de haberle dejado sola.
Un pueblo de inspiración
Trigueros no es Ampudia, le falta una torre de 63 metros (la «Giralda de Campos»), y hay más casas cerradas, más lasitud. Una calma tan atenta que si te descuidas te roba el aliento. Como la de las cueva, bajo el cerro en el que se levanta la ermita del siglo X que le da a Trigueros su fisonomía de pueblo que se niega a dejar de ser y que durante décadas fueron casa para vecinos humildes y sus animales. Ahora el ayuntamiento quiere rehabilitar una y dedicársela a Miguel Delibes. Una comadre sale al quite. Dice que el novelista se inspiró aquí para escribir «Las ratas». Mitologías que ayudan a los vivos y a los libros, sobre todo cuando el autor utiliza su propia astucia para jugar al escondite con la topografía.
Nos llevamos los ojos borrosos de Aurelia a un horizonte contaminado de metálicos molinos de viento. De seguir en activo don Quijote de seguro que embestiría contra tamaños engendros (que hasta sitian Ampudia) como si de banqueros se tratase. Echamos pie a tierra y quien nos sale al encuentro es Wislawa Szymborska. En un poema que tituló «Falta de atención», y que sirve para todas las estaciones, la escritora polaca se reprochó haberse portado mal en el cosmos porque había vivido todo el día sin sorprenderse de nada: «Las nubes como nunca y la lluvia como nunca, / porque era con otras gotas que llovía. / La Tierra giraba sobre su eje / pero en un espacio abandonado para siempre». No era solo un homenaje a Maurice Maeterlink y su «Vida de las hormigas». La tierra empieza a secarse y las hormigas hacen acopio de avena para el invierno. Una arrastra una brizna diez veces su eslora. El viento la voltea como a un surfista una ola, pero la obrera, contra viento y marea, persevera. Como había llovido, las cigarras dormían.
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