Excesos del macrobotellón
AUNQUE el mal tiempo y la intervención policial han atenuado el éxito de la convocatoria en algunas ciudades, no pueden pasarse por alto los graves incidentes provocados por el «macrobotellón» del pasado viernes. En algún caso, con serias derivaciones en materia de orden público, como la existencia de varios heridos de distinta consideración, la detención de 56 personas en Barcelona y de 16 en Salamanca, y la destrucción generalizada de contenedores de basura, escaparates y múltiples elementos del mobiliario urbano. Las próximas convocatorias ya anunciadas anticipan la continuidad de un fenómeno que es imprescindible encauzar antes de que alcance dimensiones incontrolables. El ocio juvenil y las modas coyunturales están dejando paso a la expresión de radicalismos, sin duda minoritarios, que pretenden sembrar el caos en las ciudades durante los fines de semana con grave daño para el patrimonio público y para los bienes privados más vulnerables a las acciones violentas, como son los automóviles o los establecimientos comerciales. El pretexto ridículo de determinar en qué ciudad se concentra un número mayor de participantes refuerza la sinrazón de una convocatoria extendida por medio de mensajes en los teléfonos móviles o de correos electrónicos, cuyo origen es probablemente una ocurrencia caprichosa, jaleada después por gente interesada en la manipulación. Porque, como es frecuente en estos casos, mucha gente se ve sorprendida en su buena fe por la actuación de quienes sólo pretenden lucrarse en el plano económico o beneficiarse políticamente de la provocación a las Fuerzas de Seguridad.
Los excesos del botellón afectan al orden público, aunque algunas autoridades prefieran ignorarlo. Perjudican también seriamente a la salud de muchos adolescentes: no es congruente perseguir sin tregua a los fumadores y al mismo tiempo mostrarse tolerante con las borracheras, ocasionadas muchas veces por bebidas alcohólicas de ínfima calidad. Ni que decir tiene que el derecho al descanso de los vecinos que sufren la mala suerte de vivir en las zonas afectadas se ve claramente perjudicado. Tampoco resulta bien parado el medio ambiente, puesto que es muy habitual el deterioro de los parques y jardines. Se habla mucho de la sociedad posmoderna y sus valores solidarios, pero en estos casos se refleja la tendencia más ancestral hacia la fiesta permanente, como si nuestra sociedad moderna y abierta siguiera anclada en los tópicos rancios tan del gusto de los viajeros románticos del siglo XIX.
Los poderes públicos no pueden cruzarse de brazos ni pasarse la pelota unos a otros. Es competencia del Estado y de las comunidades autónomas trazar planes a medio y largo plazo que pongan en valor las virtudes cívicas frente a los comportamientos irresponsables. No siempre está en manos de la familia -como pretendía hace unos días la ministra de Sanidad- impedir que los menores de edad se dejen arrastrar por determinadas pautas de comportamiento. El sistema educativo debe reforzar la transmisión de valores sólidos, a cuyo efecto es imprescindible reclamar una vez más un pacto educativo, más allá del partidismo y de las coyunturas políticas. En el día a día, los ayuntamientos asumen la responsabilidad directa e inmediata sobre la aprobación de ordenanzas municipales que impidan beber en la calle y destruir impunemente los bienes colectivos. Pero no basta con aprobar normas para llenar las páginas del Boletín Oficial, sino que es obligado adoptar las medidas pertinentes para exigir su cumplimiento y sancionar a los responsables, sobre todo a quienes promueven estas falsas expresiones de carácter festivo o se benefician de su desarrollo. La sociedad española tiene demasiados retos pendientes en el plano político y socioeconómico como para vivir pendiente todos los fines de semana de botellones y otras movidas.
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