Extrema derecha
Durante los últimos años se emplea la expresión «extrema derecha» para designar confusamente un conjunto abigarrado de fenómenos sociales y políticos que, en rigor, nada tienen que ver con la designación que se les aplica. De esta mistificación semántica participan la mentecatez, la pereza mental y, sobre todo, cierta perfidia o mala fe que tiende a identificar la «derecha» con una posición ideológica oprobiosa; tan oprobiosa que hasta sus mantenedores, para esquivar el baldón de su adscripción, tienen que formular eufemismos irrisorios y mendicantes («centro reformista» es la pamplina que se han inventado los pobres peleles autóctonos) para hacerse perdonar. Esta identificación de la «derecha» con una ideología execrable e ignominiosa propone, además, un muy curioso caso de deslizamiento lingüístico, pues, en un principio, la destinataria de esa afrenta verbal era la «izquierda», que era el lugar de los siniestros y los zurdos (y recordemos que la zurdería era considerada un síntoma demoníaco). Siempre he creído que el lenguaje explica la realidad; y el éxito de la izquierda no es del todo ajeno a su capacidad para convertir una designación que fue concebida como sambenito deshonroso en un motivo de orgullo que, a la postre, ha propiciado la inversión lingüística. De tal modo que ahora lo ofensivo, lo afrentoso y nefando es «ser de derechas»; porque la derecha, en lugar de responder «¡y a mucha honra!», esconde la cabeza debajo del ala, ruborizada.
Pero trataba de establecer el significado de «extrema derecha». Un extremista de derechas es aquel individuo que se encastilla en sus convicciones conservadoras, nostálgico de un orden inmanente que quizá sólo existe en su imaginación; un extremista de derechas es un reaccionario («opuesto a las innovaciones», según reza el diccionario), un cavernícola, un ultramontano. Un extremista de derechas es, ante todo, un partidario del estatismo: abomina los cambios y las revoluciones, porque sabe que lo apartarán de esa marmórea entelequia que anhela, en cuya defensa casi nunca llegará a la proclama exaltada o violenta, pues su talante pusilánime y su posición acomodada suelen incitarle a quedarse en casita. Un extremista de derechas, a falta de un partido que lo represente, vota a la derecha moderada como mal menor: y así, un extremista español de derechas vota a Aznar; un extremista francés de derechas vota a Chirac, etc. Quizá lo hagan tapándose las narices, pero les votan; o, en casos de agrio o hastiado escepticismo, simplemente se abstienen.
La extrema derecha arriba descrita no representa en las sociedades occidentales más allá de un tres o cuatro por ciento del electorado. Su existencia enteca, adelgazada hasta la inanición, la obliga a sobrevivir lánguidamente, al arrimo de la derecha moderada. Nada tienen que ver estos extremistas de derechas con los votantes de Le Pen, salvo su condición recíproca de antípodas. Le Pen recauda sus lealtades entre el proletariado más vapuleado, entre los desempleados a perpetuidad, incluso entre los inmigrantes que se aferran a su pedacito de miseria, temerosos de que otros compatriotas de la diáspora vengan a arrebatárselo. Los votantes de Le Pen no anhelan un orden inmanente; por el contrario, postulan una revolución radical que destruya el sistema establecido. Los votantes de Le Pen son los mismos que favorecieron el ascenso del comunismo, hace ochenta años; los mismos que se adhirieron fervorosamente a esa herejía del comunismo denominada fascismo. A Le Pen lo votan los estibadores del puerto de Marsella, no los rentistas ni los señoritos ni los terratenientes; si la izquierda no reconoce esta verdad palmaria es porque también ella empieza a esconder la cabeza debajo del ala.
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