El gol del siglo
Una escueta gacetilla nos anuncia que el mejor gol del siglo fue el primero que Maradona le endosó a Inglaterra, en el Mundial de 1986. Recuerdo aquel verano porque mi aturdida adolescencia me condujo a la lectura de «Crimen y castigo», que irrumpió en mi alma como una espada lóbrega; también por el insensato amor que le dediqué a una muchacha llamada Ernestina, empleada en el hotel de Sanjenjo donde me hospedaba, en compañía de mis padres. La vigilancia familiar, como un doble ángel custodio de mi castidad, entorpecía mis aproximaciones a Ernestina, que tenía una belleza campesina y apremiante, como de súbita gacela, y me aventajaba en al menos un lustro. Yo espiaba a Ernestina mientras arreglaba las habitaciones, mientras tendía la colada, mientras servía en el comedor y atendía el bar del hotel, un poco empitonado ante la contemplación de su culo invicto y núbil, pero también rabioso de que la hicieran trabajar a destajo y dispuesto a erigirme en su representante sindical.
Por las tardes, mientras mis padres santificaban las siestas, yo me bajaba al bar del hotel, con mi mamotreto de Dostoievsky debajo del brazo. Allí estaba Ernestina, tratando de zafarse del abrazo de los ingleses bullangueros y beodos que colonizaban el hotel; yo metía tripa y los miraba con esa suerte de parsimonioso desdén que Clint Eastwood se gasta en las pelis de Sergio Leone. Los cabronazos de los ingleses, con su pinta de cangrejos recocidos o bálanos despellejados, se burlaban de los jugadores argentinos, mientras sonaba su himno patriótico, y recordaban, entre chacotas y regüeldos, el episodio de las islas Malvinas, entonces tan reciente. Resulta paradójico que hoy casi nadie recuerde aquella escaramuza bélica, o sólo la recuerde como un episodio más de aburrida pólvora, mientras aquel partido, que fue a la vez su refutación y su epítome, persevera en nuestra memoria con una nitidez que sólo reservamos a los acontecimientos sagrados. Ernestina, que odiaba a los turistas ingleses tan minuciosamente como yo, les servía sus brebajes en vasos que no se preocupaba de aclarar, para ver si el jabón lavavajillas les perforaba el estómago. Mientras aquella panda de orates se enfangaba en cánticos obscenos o simplemente jeroglíficos, Ernestina me pellizcó una mejilla: «Ya verás cómo los ganamos», me dijo. Su mano tenía un tacto áspero, como de lejía y recóndita tristeza; pero en ella viajaba la temperatura exacta de la carne.
Entonces ocurrió el milagro. En un momento inconcreto del partido, Dios se aburrió de regir la mecánica celeste con escrupulosa imparcialidad y se aposentó en el cuerpo cetrino y achaparrado de Maradona. Dios, bajo la especie de Maradona, cogió el balón en campo argentino, se lo pegó al empeine como si fuese una bola imantada y trotó hacia la portería adversa, esquivando con risueña facilidad las tarascadas que le lanzaban los ingleses, uno, dos, tres, cuatro, cinco, hasta seis. El tiempo dimitió de su labor corruptora mientras aquel avatar de Dios ejecutaba su designio, mientras los futbolistas ingleses contemplaban con admirada perplejidad el juego malabar de aquellas piernas que, durante un minuto, contuvieron, como el aleph borgiano, el inconcebible universo. Recuerdo que, antes de que Maradona regatease a los dos últimos adversarios (sus cuerpos derrengados sobre el césped, como despojos de una batalla), mientras se demoraba en la filigrana mortificante, Ernestina se me acercó por detrás y me susurró unas palabras que jamás había escuchado antes y que me borraron la vista, como si un planeta de sangre me hubiese trepado de repente a los ojos.
Los turistas ingleses se habían quedado mudos y flácidos, como pollas en cuaresma. Ernestina sonreía con la llamada indescifrable de sus dientes. Yo asentí, temerario y jubiloso.
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