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CAGADAS Y TRANSGRESIÓN

SE quejaba en cierta ocasión Luis Buñuel de haber vivido en una época en la que el concepto de lo sagrado se había desdibujado hasta el extremo de que el artista ya ni siquiera podía ser sacrílego. Y es que, en efecto, la transgresión del artista sólo posee sentido cuando se dirige contra un tabú sostenido por una estructura de poder; cuando la infracción de dicho tabú acarrea al artista la persecución y el ostracismo, convirtiéndolo en una suerte de réprobo o apestado social. La verdadera transgresión, por lo demás, no se queda en el mero exabrupto, sino que aspira a remover los cimientos de podredumbre y acatamiento sobre los que se asienta cualquier forma de tiranía política, cultural o religiosa. Cuando no se cumplen estos requisitos, el artista deja de ser un transgresor para convertirse en un aprovechadillo que saca tajada de sus aspavientos. Pues el transgresor sabe que es «una voz que clama en el desierto» cuyas osadías sólo le reportarán malquerencias y oprobio; en cierto modo, es algo así como una víctima sacrificial que se inmola en beneficio de quienes no se atreven a alzar la voz, con la esperanza de que algún día se decidan a hacerlo, quizá cuando él ya no pueda disfrutarlo. El aspaventero, por el contrario, elige como diana un falso tabú, esto es, un tabú que nunca lo fue o que ya dejó de serlo, sabedor de que su arremetida halagará a quienes -por rencor o atavismo- se regocijan asestando lanzadas a moro muerto. Por supuesto, el aspaventero procurará que su arremetida hiera y ofenda las pacíficas creencias de algún sector social arrinconado, para poder presentar sus naturales muestras de indignación o pesar como una prueba de su intención transgresora.

Recuerdo que hace unos años un cineasta vasco causó un escándalo de mentirijillas en Andalucía, montando un happening teatral en el que se quemaban y vilipendiaban algunos iconos muy queridos por los andaluces, desde una estampa de la Virgen del Rocío a un retrato de García Lorca. Aquel episodio chusco, que fue presentado como una transgresión artística, no era sino aspaviento; pues, para transgredir tabúes, aquel cineasta no tendría ni siquiera que haberse movido de casa: le hubiera bastado con quemar en un teatro de Bilbao una ikurriña o un retrato de Sabino Arana. El transgresor ataca una estructura de poder; el aspaventero se aprovecha de un vacío de poder, de la permisividad de unos y del complejito de otros, para posar de divino ante la galería. Cuando Salman Rusdhie escribe Los versos satánicos está transgrediendo un tabú y retando a un poder con fundamentos teocráticos; si en España todavía funcionase el Tribunal de la Inquisición, rotular una obra con una blasfemia quizá mereciese esa consideración (aunque, como escribíamos antes, la verdadera transgresión ha de ser sustantiva, y no limitarse al exabrupto pedestre y elemental). Puesto que dicho tribunal no existe y la religión -católica, of course, las otras siguen siendo intangibles- se ha convertido en el sparring o payaso de las bofetadas sobre el que cualquier zascandil ejercita sus puños, la blasfemia se queda en lo que anticipa su título: una cagada que ensucia, antes que a nadie, al autor de la deposición.

Posar de provocador a costa de herir las creencias de la gente no denota sino la bajeza del artista que busca notoriedad sin llevarse siquiera un arañazo. Y conste que, en nuestra época, un escritor puede seguir aspirando a transgredir tabúes: le bastaría con pergeñar una sátira contra algún magnate de la prensa autóctona, o con tomarse a chirigota ciertos topicazos de la progresía. Entonces el aspirante a transgresor podría saborear las delicias de una condena al ostracismo. Pero siempre es más agradecido e inocuo cagar en las nubes; a fin de cuentas, Dios no va a tomarse la molestia de responder fulminando con un rayo al cagón.

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