Fe de erratas
«Escritores dolientes padecemos / esta grave epidemia de la errata. / La que no nos malhiere es que nos mata / y a veces lo que vemos no creemos. // Tontos del culo todos parecemos / ante el culto lector que nos maldice: / «Este escritor no sabe lo que dice»; / y nos trata de gilis o de memos». Así comienza Alfonso Sastre un soneto jocoso en el que se retrata ese momento desolador en que el escritor se enfrenta a los estropicios que el descuido del copista inflige a sus palabras. Sobre las erratas, que a veces mejoran el texto y a veces lo convierten en un galimatías inextricable, podría escribirse un tratado regocijante. Gonzalo Santonja, en un capítulo de su ensayo «Un poeta español en Cuba: Manuel Altolaguirre», nos propone un bosquejo de tan suculento asunto, que aún aguarda su cronista definitivo y concienzudo.
Sobre uno, inevitablemente, también ha caído la maldición de las erratas. En cierta ocasión, los «sobacos intonsos» de una mujer quedaron convertidos en «sobacos intensos»; al principio, el involuntario retruécano me fastidió, dada mi preferencia (que algunos calificarán de perversión) por las axilas peludas de la mujer, pero acabé aceptando que aquel «intensos» añadía a mi preferencia una sinestesia de connotaciones cromáticas («sobacos de un negro intenso») y olfativas («sobacos intensamente olorosos»). En homenaje a los correctores de este periódico, he de consignar que, mientras envié mis artículos por fax o correo, siempre los mejoraron, despojándolos de gazapos y hasta de alguna imperdonable falta de ortografía. Como ahora los envío por correo electrónico, método que hace inútil el trámite de transcripción, se supondrá que las erratas garrafales que los adornen serán de mi exclusiva responsabilidad.
No siempre, sin embargo. En el artículo que firmo mañana en la revista «B&N Dominical», alguien se ha dedicado a rectificarme con intenciones mortificantes, y me atrevería a afirmar que aviesas. La pieza en cuestión, titulada «Marcelino», invoca el recuerdo que dejaron en mí el «Marcelino Pan y Vino» de José María Sánchez-Silva, y, muy especialmente, la magistral adaptación cinematográfica de Ladislao Vajda, interpretada por un milagroso Pablito Calvo. Escribo yo: «Me he preguntado cómo lograría el gran Ladislao Vajda extraer de un niño sin experiencia dramática alguna cúspides de tan hermoso patetismo»; pero el arbitrario corrector ha preferido alterar la concordancia, proponiendo: «Me he preguntado cómo lograría el gran Ladislao Vadja extraer de un niño sin experiencia dramática algunas cúspides de tan hermoso patetismo». Este rasgo de sabiondez sintáctica no me habría cabreado si no se acompañase de otras rectificaciones que me hacen quedar como un ignorante. Así, Sánchez-Silva, el escritor recientemente fallecido, ve desmembrado su apellido mediante la supresión del guión; y el título de la obra que lo inmortalizó, «Marcelino Pan y Vino», se convierte en un misterioso «Marcelino, pan y vino», que más bien parece requerimiento al tabernero de la esquina. Mi atrevido corrector (o censor) ignora que Marcelino Pan y Vino es el nombre con que el niño expósito protagonista del relato de Sánchez-Silva es bautizado por el Crucificado del desván del convento; o quizá sí lo sabía, pero el patronímico le olía a exaltación eucarística y, en un afán de afirmar su descreencia o vengar algún trauma infantil, acudió a la extemporánea coma y a las insensatas minúsculas. Extremo que se confirma cuando unas líneas después yo escribo «Recibí como regalo de mi Primera Comunión un ejemplar de aquella obra», y mi corrector me obliga a comulgar con la boca pequeña, retirando las mayúsculas al sacramento. La libertad de conciencia, que yo sepa, no se extiende a la conciencia de los demás, y si hay ilusos que otorgan tratamiento mayestático a chuminadas como la Unión Europea del Imperio Romano, ¿por qué no se lo voy yo a otorgar a mi Primera Comunión, que es algo así como mi magdalena proustiana? Propongo que a este corrector de la Hostia se le castigue a oficiar de monaguillo en la próxima celebración toledana del Corpus Christi.
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