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Libros / «POr qué nos gustan las guapas»

El Rafael Azcona «perdido» ve hoy la luz

Día 18/11/2012 - 16.49h
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Toda la obra del escritor, dibujante y guionista en la revista «La Codorniz» es rescatada por la editorial Pepitas de Calabaza & Fulgencio Pimentel. Hoy sale el primero de los libros

ABC
Portada del libro «Por qué nos gustan las guapas», de Rafael Azcona
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Lo raro era vivir en aquel Madrid de chantillí y nata (Manuel Alcántara dixit), circa 1950, cuando un poeta logroñés, Rafael Azcona, llegaba al café Varela para dibujar sobre el velador usando como pincel una servilleta de papel enrollada y empapada en los restos de la taza. La ciudad olía a gallinejas, tabaco y pan. Azcona portaba un cargamento de talento en unos ojillos que se le enternecían con la sonrisa, y sin una perra gorda en el bolsillo. Quería ser vate. Consumía su adolescencia escribiendo poemas tristes sobre cosas alegres hasta que se le apareció un Ángel, Antonio Mingote, en aquel Varela donde daban asiento y agua gratis y, los viernes, todo poeta con ínfulas tenía la oportunidad de recitar su «triste» ante la parroquia. Un día Mingote le invitó a merendar codornices y Azcona gestó allí su maravillo mundo.

La editorial Pepitas de Calabaza y Fulgencio Pimentel reúnen en tres volúmenes todas las colaboraciones, gráficas y literarias, algunas completamente «desconocidas y perdidas», que Rafael Azcona publicó en la revista La Codorniz entre 1952 y 1958. El primer libro -¿Por qué nos gustan las guapas?- recoge los textos azconianos de 1952 a 1955 y verá la luz el 15 de noviembre. El segundo volumen -¿Son de alguna utilidad los cuñados?- continuará desde 1956 a 1958; y el último, Repelencias, dará cuenta de todos los dibujos, viñetas y collages que Azcona publicó allí de 1953 a 1956. Se recupera así la obra «perdida» de quien sería el gran guionista de nuestro cine, extraordinario novelista y un creador que no guardaba nada, y todo lo entregó al nada fatuo fuego de la imprenta. Julián Lacalle, uno de los fundadores de Pepitas de Calabazas, moldea a Rafael Azcona: «Es para nosotros ese pasado que mueve el presente siempre. Su calidad literaria y su grandeza humana, una reflejo de la otra y otra reflejo de la una, nos alentaron en vida. Por eso queremos que esté siempre con nosotros y compartirlo con todos los que quieran conocerlo mejor».

Gratificante labor

Junto a Víctor Sáenz-Díez y José Ignacio Foronda señala en la nota introductoria del libro de Azcona que «la edición de las codornices de Azcona ha sido un trabajo enjundioso y gratificante. Y ello porque hemos buscado ofrecer para disfrute y solaz de los lectores exigentes un texto claro, conforme con las normas actuales y editado de una manera homogénea. Nunca ha estado en nuestra mente dar al lector plácido una edición crítica ni facsimilar. Por esa razón hemos corregido todo aquello que en el texto nos ha parecido, sin ninguna sombra de duda, un error o una errata. En los raros casos que no hemos dado con el sentido de la expresión, hemos optado por mantener lo publicado. Como verá el venturoso lector, no anotamos a pie de página ni cuando corregimos ni cuando no. Que el lector académico nos perdone».

Amigo, guía, espejo, mentor, maestro, confesor, hermano mayor, Mingote lleva a Azcona a su casa, le presta libros de Kafka -«hito fundamental, entre La metamorfosis y El castillo se encierran buena parte de los esquemas dramáticos del futuro Azcona», sostiene Bernardo Sánchez Salas en el prólogo del primer libro-, y un buen día le coge de la mano, le presenta a Azcona al director de «La Codorniz», Álvaro de Laiglesia, y se convierte en colaborador fijo.

Azcona principia a colaborar el 21 de septiembre de 1952 -«Reunión de vejestes»-, y publica sus primeros chistes gráficos en La Codorniz el 22 de febrero de 1953, junto a una «Comedia rosácea» con cartero rural enfermo y su hija titulada «El terrible vendaval», un catálogo de «Piropos para caballeros» y un «Recetario doméstico» de remedios curativos. Un cometido gráfico menos conocido de Azcona fue su etapa de caligrafista para Mingote: «Yo dibujaba y él me ayudaba a veces. Hice para La Codorniz El malvado Carabel, que es una novela de Wenceslao Fernández Flórez. Lo hice en cómic, los textos los escribía Rafael Azcona. Vamos, yo los elegía y él los escribía porque tenía una letra muy bonita», confiesa Mingote a Sánchez Salas. Otros cómics, como las Aventuras del novel enmascarado, presentan la misma tipografía en los textos de los bocadillos y de los cartuchos que en Carabel. O sea, puro Azcona.

En el sidecar de Herreros

Cuando pasaba por la Redacción de «La Codorniz», en la Plaza del Callao, el también inolvidable Enrique Herreros, que había dejado en la puerta del Palacio de la Prensa la moto que tripulaba en aquel Madrid de los años cincuenta, solía cargar a Rafael Azcona como contrapeso en su sidecar; «en el adoquinado se abrían entonces, sin avisar –por generación espontánea– unos tremendos socavones en los que el contrapeso corría el riesgo de acabar de mala manera, pero la urbana aventura tenía sus compensaciones: Enrique amenizaba el peligro contando cosas que no contaba nadie», recordaba Azcona en ABC:

–Yo, que fui una de las primeras personas que empezó a lavarse en España...

Decía. O: En el tendido berreaba un niño de pecho y la madre le decía, muy cariñosa: «Calla, rey de España, mira cómo el toro le saca las tripas al caballito».

O: «La posada no tenía luz eléctrica y al entrar, en la oscuridad del portal, oí un rebullir de cadenas. Pegué un salto creyendo que era un perro, pero el posadero, con mucha naturalidad, me tranquilizó: “No. Es la loca”».

Los peritos en literatura calificaban este tipo de ocurrencias como «tremendismo», dándole al adjetivo un sentido peyorativo; en cambio Agustín de Foxá –recordaba Rafael Azcona en Blanco y Negro– veía en ellas la manifestación de una ternura que él llamaba «carpetovetónica»: en cualquier caso lo que no parece discutible es que España, por debajo de los amables paisajes retratados por el NODO, seguía siendo en sus entrañas un país tremendo en el que resonaban las voces de Quevedo y se entreveían los aguafuertes de Goya: aquellas ocurrencias de Enrique Herreros fueron penetrantes calicatas en la estrafalaria sociedad de la época: «Una época felizmente desaparecida, pero que no deberíamos olvidar».

A principios de 1954, Azcona lleva ya doscientas colaboraciones en La Codorniz, un banquillo de «heterónimos» -Azcona/Az./Profesor Azconovan/Arrea-, y su máxima expresión -gráfica y discursiva- está al caer: el «Repelente niño Vicente». Mingote le echaría una mano con el parto del dibujo. El primero de los mosaicos aparece el 14 de marzo de 1954. Todo el afán del «repelente» será desautorizar, desestimar, despreciar y desaconsejar aquello que no es oficial, científico, provechoso, útil, higiénico...

Azcona lucha contra la ranciedad desde la ironía. Como la ironía crítica en torno a la figura del pobre en textos como «¿Para el bien común?»: «Los pobres de pedir limosna, tan nefastos en toda república, pueden ser utilizados para el bien común: pobre utilizado como recipiendario de bofetadas nacidas de los histerismos. Todo el mundo sabe que muchos esposos reciben fuertes bofetadas de sus esposas, cuando éstas atraviesan un ataque de histeria. Para evitar que los esposos sean abofeteados, se toma a un pobre, se le viste de gala y se ofrece a la ira de la esposa enfadada».

La Codorniz resultó para Azcona una cantera de talento: la composición, el tema, el sonido, la acritud, el dramatis personae de «Los muertos no se tocan, nene»; «El pisito», «Los ilusos» o «Pobre, paralítico y muerto», gestadas entre 1956 y 1958, explica Sánchez Salas. «Son obras del ejercicio semanal en la revista, y acabarán modificando la forma de escribir (y pensar) de Azcona. Los individuos viven en las plantas inferiores del mundo cruel, nada de sentimentalidad, retórica, eutrapelia. La desgracia o la compasión no nos hacen mejores. Ni las buenas costumbres, ni el orden familiar, moral, religioso, burgués, político... Sobre aquella barra reina el caos, la contradicción, la injusticia, la violencia, el esperpento, la «descojonación». Sobrevivir, a toda costa. «Aquí, en España, se nos educaba para morir bien», nos fulminaría Azcona.

«Me beneficié de Berlanga»

Y se nos murió don Rafael Azcona un Domingo de Resurrección. Postrera ironía por exigencias del cruel guión de la vida para un tipo genial, gentil, amable, conversador, lúcido, maravilloso, bondadoso, leal, machadianamente bueno, y humilde por encima de las cien películas que escribió desde 1959, de los seis Goyas ganados —uno de Honor—, y del Oscar por «Belle Époque». Cuando mentaba a su «hermano» Luis García Berlanga, a Rafael Azcona se le iluminaban esos ojos que entornaba enternecidos por la miopía, y proclamaba: «Fue capital trabajar con él. Yo me beneficié de Berlanga. Seguramente habrá méritos que se atribuyen a los guiones, y son de Berlanga». Con Berlanga respetaba largas sesiones en la cafetería de unos grandes almacenes, mirando al personal: desde ahí le dio voz a los «sans-culottes» de la tragicomedia de la vida, porque a Rafael Azcona los perdedores se le daban como los muertos a César González-Ruano. Así nacieron «El verdugo», y «Plácido», y «La vaquilla»...

Madrugaba, y desayunaba pan con tomate frotado, y anchoas, manjar que venía después «del alegrón que me pego al abrir los ojos, y verme vivo. Es euforizante», recordaba. Atribuía a «no saber conducir» haber frisado los 80 con tan saludable aspecto, como le confesaba a Luis Alegre en una conversación. Iba a pie a todos los sitios. A la hora de dormir reflexionaba, y si a lo largo del día había cometido «algo» de lo que debía arrepentirse se le enrojecían las mejillas, «pero ¡amigo! como estaba a oscuras». Su padre era sastre y trabajaba en casa, con dos oficialas y su mujer, que cosían. Mientras cortaba patrones cantaba trozos de zarzuela, y su madre y las dos chicas le hacían los coros. El barbilampiño Azcona se lo pasaba de cine, aunque su madre mascullara con prodigiosa sabiduría: «Ya, ya lo pagaremos...».

Se fue el gran Azcona en secreto, sin boato público ni políticos fotografiándose junto a su ataúd: Azcona no quería ser figura pública. Fue incinerado en la más estricta intimidad, tras una despedida civil. Un cáncer de pulmón que no estaba en el guión de su vida lo noqueó mientras reescribía «Los ilusos», con la eterna melodía encadenada de sus guiones al fondo: «El pisito», «Plácido», «El verdugo», «¡Ay, Carmela!», «El bosque animado», «Tirano Banderas», «Belle Époque», «La lengua de las mariposas»...

Su escuela fue la literatura. Al cine no iba. Lector voraz, y compulsivo, el recuerdo de la posguerra en los Escolapios de Logroño hasta los 14 años se le indigestaba de «misas, rosarios, y el sentido del pecado». Leyó todas las noches de su vida, a menudo con una copa de más, con lo cual el día después se le olvidaba todo, y releía. Aplicaba a la lectura lo mismo que a la comida: si no le gustaba no la pedía. A los 14 años perdió el sentido del pecado. Y conquistó Madrid a lomos de La Codorniz.

Valía 40.000 pesetas

Azcona se resistía a creer que la censura aguzara el ingenio. Lo consideraba una falacia: «La censura es como el hambre: te reduce a la nada. Si lo de «avivar» fuera verdad, ahora que no hay censura gubernativa, pero queda la de la Iglesia, pues todos los escritores y autores harían cola delante de la ventanilla para ponerse esa dificultad. Y en esa cola no hay ni teólogos», advertía.

Durante muchísimo tiempo nadie cotizó por él. Una vez acudió a una ventanilla de la Seguridad Social a preguntar cómo se cotizaba, y le respondieron que Azcona valía unas cuarenta mil pesetas. Porca miseria para el talento. No se quejaba, ni se maliciaba. Si hubiera sido contable ya se habría jubilado, pero los números le producían migrañas. Y pensó que a lo mejor con las letras podía ganarse la vida, y por mimetismo comenzó a escribir. Lo primero que hizo fue dirigir unos poemas a una chica que no le correspondió. Desasosegado, trató de trascender en esos versos, y lo logró en cine.

Autodidacta «por fuerza» de la escuela del guión y de la vida, no pasó por el Bachillerato, y su regla de oro se cifraba en 21 palabras: «Procurar no escribir lo primero que se te ocurre, porque es muy posible que ya se le haya ocurrido a otro».

Algunos años después, Marco Ferreri le llevó a conocer el hielo del cine. El realizador italiano le descubrió en «La Codorniz» —donde Azcona creó al «repelente niño Vicente»—, y tras leer «Los muertos no se tocan, nene», le llama y le dice que quiere hacer una película: «Y me lleva al cine, porque nadie me había hablado de cine, ni yo estaba interesado por el cine». Azcona deshiela la larga posguerra con «El pisito», y aprende de Ferreri que «lo primero es vivir». Aunque trató de escaquearse, en España «se nos educaba para morir bien, de una manera “edificante”, despidiéndose de todo el mundo, y diciendo “nos veremos en el cielo”. Era una especie de formación para la muerte. Pero cuando Ferreri me lleva a Italia, en el año 61, compruebo que allí, debajo de la Cúpula de San Pedro, a la sombra, la gente lo que quiere ¡es vivir! no morirse».

Azcona le estaba eternamente agradecido a Antonio Mingote por haberla abierto las puertas codornicescas, de par en par: «Antonio, con una generosidad poco común en el gremio y de la que no fui el único beneficiario, me hizo un precioso regalo: enterado de que años atrás yo había enviado -en vano- algún articulito a La Codorniz, me llevaba de la mano hasta el Palacio de la Prensa, sede de la revista entonces, me ganaba el favor de Álvaro de Laiglesia, y me liberaba así de una insensata y pasajera condición de poetastro. Porque yo también rimaba, o más exactamente ripiaba, a cuenta de un pseudoamor no correspondido».

Y Antonio Mingote dibujaba así al amigo del alma: «Creo que Rafael es uno de los grandes talentos que ha tenido la Literatura, ¡la Literatura Española! Aunque él más que un literato, sí era un literato que escribía guiones. Pero hubiera sido un gran escritor. La anécdota era él, Carlos (Clarimón) y yo, los amigos, la anécdota era la vida hace sesenta años. Una vida que era difícil, no era fácil, pero bueno nos las apañábamos como podíamos. Y nos reíamos. Mi inspiración, su obra, su novela, sus libros, su gracia, su intención, su ironía. Mira, un alter ego de Rafael es el niño, la señora, el señor, el vivo... todo es un alter ego. Todo es Rafael». Érase un cine español a las manos de un genio pegado. Érase un guión superlativo. Érase unos ojos tiernos, tímidos, que nos enseñaron a ver cuando lo raro era vivir.

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