Su garganta lucha ya contra el tiempo. Suena áspera y mate. Donde había una voz límpida y sagital ahora sólo queda una queja oscura y angustiosa. Fatigas negras. Carmen Linares, que es una deidad del cante por mucho que su grito quiera ahora contradecirla, no ha aprendido a cantar otra vez, quizás la última, para sacarle brillo a su descomunal maestría. Por eso ahora tengo que escribir con la misma angustia que ella canta. Porque me duele verla así. Tan lejos de su cima y tan señorial siempre. Pero es que esa agriera de su lamento en la petenera de los aceituneros altivos de Jaén fue tan obvia, tan injusta, que ocultarla es imposible. Quizás por eso el homenaje a Miguel Hernández que ha compuesto es a veces tan artificial. Porque acaba siendo una excusa que se diluye entre los vaivenes escénicos. Los versos del de Orihuela son tan jondos como el cantaor quiera. Morente fue quien lo decidió hace cuarenta años. Y Carmen, que ha pasado por todos los poetas grandes haciendo historia, ha llegado a él a destiempo. Sin fuelle ya para ponerse a su altura.
Que nadie entienda que cantó mal. Eso es imposible. Simplemente cantó muy por debajo de sí misma. Hiriendo su pasado. Aferrándose al escenario porque para quien ha recibido pétalos en los mayores templos de la música las tablas son su salvación. Pero sin hacer honor a su historia.
La crítica detallada de la actuación puede leerse en la edición de papel de ABC de Sevilla.

















