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Historia de una portada

La imagen de María José Carrillo y su paciente, el pequeño Sergio, conmovió ayer a todos. Esta es su historia

Historia de una portada NACHO GARCÍA

D. VIDAL, F. CARRERES

Una médico, un niño herido y asustado en sus brazos y, al fondo, el pánico y la destrucción. La impactante fotografía de Nacho García, portada de ayer de ABC, resumía a la perfección lo ocurrido ayer en Lorca desde poco antes de las siete de la tarde, cuando un terremoto de 5,1 grados Richter llevaba el pánico y la muerte a la localidad murciana. Veinticuatro horas después, descubrimos la historia de los dos personajes de la imagen.

«Tata, ¿y la mamá?, ¿cuándo llega?». Sergio —así se llama el niño de la fotografía—, no sabe aún que su madre murió en el terremoto. A sus tres añitos, y aún convaleciente de la operación a la que tuvieron que someterle de madrugada para extraerle un coágulo de sangre que había quedado atrapado en su cabeza, el pequeño sólo piensa en regresar a casa con sus padres. En regresar al instante en que su vida discurría feliz. Justo un minuto antes de las 18.47 horas, cuando la familia completa se disponía a ir al parque para pasar la tarde en los columpios. Sergio tampoco entiende por qué él y su hermano Salva, de 6 años, están en un hospital de Murcia con sus tías. «¿Y papá, porqué no viene tampoco?», insisten los pequeños, ingresados cama con cama desde que el más pequeño pudo salir de la UCI para reunirse con su hermano mayor. Sus tías hacen de tripas corazón para no llorar delante de ellos, que no recuerdan demasiado del terremoto ni de su rescate, que mantuvo en vilo a los vecinos de La Viña.

Los pequeños están tan asustados que apenas hacen preguntas. Sólo quiere saber cuándo regresarán a Lorca con sus padres. «Sergio dice que su casa se ha roto, y Salva está todo el rato pidiendo que le quitemos la tierra de las orejas y del ombligo. Están asustados, sólo quieren irse a casa. Nosotras les hemos dicho que tienen que ser fuertes», relataba ayer, entrecortada por el llanto, Teresa Terrones, tía paterna de los pequeños, que vive volcada en hacer el trago menos amargo a su hermano. «Está desesperado, destrozado. Nos ha pedido que cuidemos de sus hijos, y él está en Lorca resolviendo los trámites para el entierro de su mujer».

Un olvido fatal

La desgracia se cruzó en la vida de Salvador Terrones, de 44 años y empleado en una gasolinera, casi por azar. Se encontraba en su casa de La Viña con su mujer, Toñi Sánchez, ama de casa de 38 años, y los dos chiquillos, cuando decidieron ir a pasar la tarde al parque después del primer terremoto. «Ya estaban en la calle cuando se dieron cuenta de que se habían olvidado de coger unos botellines de agua para los niños. Mi hermano dijo que le esperaran abajo, que ya subía él». Apenas dos minutos después, el segundo terremoto derribaba un edificio de tres plantas, dejando atrapados entre los escombros a su mujer, fallecida, y a los dos niños. «Mi hermano me llamó desesperado para que fuera a ayudarle a buscarlos, no los encontraba. Cuando encontraron a su mujer se derrumbó», cuenta Gabriela, otra de sus hermanas, que saca fuerzas para mimar a sus sobrinos.

Los dos niños están fuera de peligro, y se recuperan bien de las contusiones y magulladuras que cubren sus cuerpos. Salva, el mayor, podría haber recibido el alta ayer, pero los médicos han preferido mantenerlos juntos.

La cara alegre es la de María José Carrillo, la médico del 061 que atendió a Sergio. Tiene grabado a fuego un simple detalle entre las toneladas de caos que ayer inundaron las 24 horas de su guardia en la ambulancia del Servicio de Emergencias. Un detalle que, a pesar de todo, impedía cogerle una vía intravenosa a su paciente, el pequeño de la fotografía que ha dado la vuelta al mundo como contrapunto al dolor y a la desesperación que invade estos días la ciudad de Lorca. Una imagen que arroja un rayo de luz en un mar de tinieblas y que demuestra que el jueves también había ángeles, muchos de ellos anónimos, protegiendo las vidas de otros tantos lorquinos. Ese detalle, que para otros pasó totalmente inadvertido, a ella le impactó. Sergio «agarraba con todas sus fuerzas un trozo de pan, lleno de polvo, y no lo soltaba. No podíamos quitárselo, no nos dejaba. Se aferraba a él como quien se aferra a la vida misma».

Y logró agarrarse a ella gracias, en parte, a varios de esos ángeles anónimos que lograron sacarlo de debajo de una pila de escombros y entregárselo a otro ángel, licenciada en Medicina y a la que le corre por las venas la vocación del servicio en emergencias.

Ella, junto a los tres miembros de su equipo, bomberos de Lorca, y vecinos del barrio de La Viña fueron los primeros en llegar a la zona donde se desplomó el edificio de tres plantas que atrapó en la calle a la madre y a sus dos hijos. «Estábamos en el barrio atendiendo a los vecinos cuando se produjo el segundo temblor. Unos segundos que se me hicieron eternos. Lo primero que nos encontramos fue el chico que había muerto al salir del bar. Vimos que las lesiones que tenía eran incompatibles con la vida, lo tapamos y seguimos atendiendo al resto de los afectados. Algo que quizá la gente no entiende. Nos agarraban y nos decían que volviéramos a intentarlo, que siguiéramos con él, pero había gente que necesitaba nuestra ayuda, y al final lo comprendían. Los vecinos de Lorca tuvieron un comportamiento excepcional. Estoy maravillada con la calidad humana y la caridad de los vecinos, que se pusieron a echar una mano, a quitar piedras y escombros y a ayudar a los demás», asegura esta médico de Archena de 32 años, casada y con un hijo de once meses que le ha hecho «cambiar la perspectiva de todo. Ayer —por el jueves— tenía miedo. Temía por mi vida y por dejar a mi hijo solo si a mí me pasaba algo. Fue una de las cosas que pensé cuando cogí al pequeño en brazos».

«Mi paciente»

María José habla con ternura de Sergio, «mi paciente». Lo es, de hecho. El mayor de los dos hermanos, Salva, también pasó por sus brazos. La médico reconoce que se tenía que haber ido con el primer menor en la ambulancia, pero que los llantos de Sergio la devolvieron a los escombros. «Todos nos pusimos a escarbar, como si fuéramos animales. Con las manos o con lo primero que encontrábamos. Hasta que apareció. Estaba tumbado boca abajo, totalmente sepultado por un montón de cascotes. Si no hubiéramos escuchado los sollozos que venían desde el edificio, hubiéramos pensado que estaba muerto». En este punto, su voz se entrecorta.

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