Naufragios democráticos
QUE el trance del petrolero fuese al instante concebido como «crisis», empezando por el gobierno mismo, indica un defecto capital de la democracia de partidos: vivir en permanente crispación electoral, pues «crisis» no connota el inmediato aspecto «natural» del accidente, sino el mediato de riesgo político-electoral, lo que por fuerza hacía que el gobierno actuase inconscientemente como culpable hasta del accidente en sí. Mirar antes que nada al posible «dividendo» electoral que el trance podía rentar a favor de la oposición tuvo el efecto de torcer la actitud informativa del gobierno mismo, con lo que no logró sino ganarse nuevas críticas, esta vez más fundadas, aunque viniesen de un orador tan penosamente afásico como Rodríguez Zapatero.
En efecto, esta frase de Rajoy: «No puede hablarse de marea negra, sino de una situación compleja por la proliferación de manchas localizadas» merece un puesto de honor en lo que Arcadi Espada llama «eufemismos», dentro de la función «ansiolítica» de la prensa, y en la que él habría subrayado sobre todo «situación compleja», como una especie de rebozado en huevo y pan rallado para hacer más tragadera la croqueta. ¡Por Jesucristo vivo, una bomba «de fragmentación» es tan completamente bomba como una «cortamargaritas»! El que la frase haya sido de un político, y no de un periodista, no es sino un índice de hasta qué punto el cada vez más pervertido y mesturero periodismo nacional, salsa siempre presente en ese contubernio de amiguete-enemiguetes, ha logrado contaminar, en el común puchero, a los políticos. Y cuando el vicepresidente reaccionó, deponiendo su actitud defensiva, con aquella prolongada exposición de puros datos, Manuel Martín Ferrand vino a tacharla de «administrativa y pesada», como si sólo le pareciese importante (¿o divertido?) lo que «puntúa» -como un gol- en la cancha agonal-electoral de lo que él mismo llama «rentabilidad» política, equiparando toda pretensión de sustraer cualquier asunto público, naufragios incluidos, al poder de atracción, para él inexorable, del campo magnético -y de juego- de la «rentabilidad política» al loco intento de «negar la ley de la gravedad» (ABC, 11-XII-02), en lo que el director de este diario, José Antonio Zarzalejos, le da la razón (ABC, 15-XII-02). Sin meterme a discutir si ambos podrían tenerla, sólo diré que si es verdad que esa su «ley política» es, tal como ellos dicen, tan ineluctable como la de la gravedad, la cosa no podría considerarse más que como la más nefasta y destructiva servidumbre de la democracia electoral o de partidos.
Pero aunque nos resignásemos a una verdad -o realidad- tan tenebrosa, el carácter estrictamente «administrativo» de los datos presentados por Rajoy tampoco podría considerarse -como implícitamente quería acaso sugerir Martín Ferrand- a modo de un ardid para poner sus responsabilidades fuera del alcance de su valor de «tantos en contra o a favor» en el campo de juego de la «rentabilidad política», sino que siguen siendo pertinentes incluso en esa triste cancha, ya que si el reglamento de ésta llegase -tal como en verdad amenaza- hasta el extremo de excluir como nulos, inválidos o incluso fraudulentos cualesquiera datos «administrativos», la actividad política se encerraría en la huera y redundante contienda entre sujetos, y su genuino objeto, el trato con las cosas, quedaría abandonado a la incompetencia y al azar.
Un error «administrativo» de Rajoy fue confiar demasiado (tal vez por cierta debilidad de «wishful thinking», sin que el deseo de tener buenas noticias deba identificarse en modo alguno con la dañada voluntad de ocultar noticias malas) en el dictamen de que a la temperatura del fondo del océano el fuel se volvería tan viscoso que actuaría como un sólido; dictamen recogido, muy verosímilmente, del certificado extendido por el laboratorio Saybolt para su cliente Crown Resources AG, fletador del barco, y que después sería desmentido por los expertos portugueses y por la institución francesa Cedre. Pero sobre esto hay que añadir que Saybolt, apelado por Cedre, se negó a entrar en cualquier controversia sobre viscosidades, alegando su deber contractual de confidencialidad con su cliente. Tal condicionamiento, congénito a la empresa privada, debería erosionar siquiera un punto la preferencia respecto de la pública que, en el artículo más arriba mencionado, manifiesta Zarzalejos.
Y a este mismo respecto, creo aun más oportuno recordar el carácter privado de Remolcanosa, empresa de remolcadores, que, por mucho que tuviese firmado un contrato en exclusiva con Sasemar (Salvamento Marítimo), dependiente del Estado, para el Ría de Vigo, mantenía los demás remolcadores que posee en plena libertad para arrendarse a otros clientes públicos o privados. Y lo señalo porque ese mismo carácter de empresa privada, con la inherente disponibilidad, bien pudo suscitar la tentación de hacer o de intentar hacer un segundo contrato «por fuera» o superpuesto a la exclusiva que, en lo que atañe al Ría de Vigo, tenía concedida a Sasemar, ya que, la empresa privada Smit Salvage, con admirable rapidez de reflejos, se presentó enseguida «in situ» y, según se supone (todo son sospechas) por medio del capitán del petrolero, propuso a Remolcanosa, posiblemente «fifty-fifty», ese presunto subcontrato. Hay que decir que el incentivo de esas empresas privadas de salvamento marítimo consiste en el derecho de tomar para sí como ganancia el 30 por ciento del valor de lo rescatado en casco y carga del navío naufragado. Que el Estado, aunque fuese con su mejor deseo de ahorrarle al contribuyente unas pesetas, rebaje el presupuesto de un gran puerto hasta el punto de que no disponga de una pareja de remolcadores de su propiedad, tal como tiene un práctico a su sueldo, y tenga que contratarlos con una empresa privada, no deja de ser, al menos en razón del escarmiento que supondría la confirmación de las sospechas sobre el Ría de Vigo, otro motivo para desanimar una excesiva confianza en la gestión privada.
Finalmente, si es cierto que Rajoy no ha dejado alguna vez de entrar al trapo sucio que esgrimía la oposición, como cuando dijo: «Nosotros hemos perdido, pero el PSOE no ha ganado», con todo, sale del trance con unas salpicaduras en el pantalón, cuando muy pocos de los suyos podrán volver a ponerse el mismo traje sin tenerlo unas semanas en la tintorería, mientras que el jefe de la oposición y una gran parte de sus correligionarios sacan las ropas tan embadurnadas que con ellas podrían asfaltarse unas cuantas carreteras.
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