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TRIBUNA ABIERTA

El mástil

El prestigioso arquitecto plantea al alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón, el proyecto de una gran bandera de España en la Plaza de Oriente

El mástil ABC

POR MIGUEL DE ORIOL E YBARRA

Estimado Alberto: como sabes, estoy de acuerdo contigo y aplaudo muchas de tus acciones municipales —El Río, la M30, las actualizaciones de tus sucesivas sedes en Sol y Correos, espléndidas, la plazuela de Ópera, etc...— Pienso, además, que invertir con inteligencia en la sustancia estructural de una ciudad de vitalidad creciente es rentable y, a mis ojos, justifica tu elevado déficit municipal. En cambio disiento de tu negación a mi propuesta Granviaria como brazo oeste-este de la cruz axial completada por la norte-sur Castellana, Cañada de Madrid.

En resumen, eres un gran alcalde —quién me creeré yo para juzgarte— al que su talento, acompañado de arrogancia, le impide hacernos caso a los viejos en conserva. En cualquier caso, Madrid te recordará con respeto y reverencia. Te la sigues ganando.

Hoy te hago una sugerencia modesta económicamente que tiene historia: recuerdo que fue en alguno de los años finales del XX cuando nuestro Rey, de vuelta de México, llegaba seducido por la Gran Bandera que ondeaba en el Zócalo, frente a la Catedral y su bellísima Capilla del Sagrario en ángulo con el Palacio Nacional.

Ya se había terminado la reordenación de La Plaza de Oriente y me reafirmé en la bandera que había proyectado para su entronización junto a la entrada oriental de Palacio.

Sumergida la circulación rodada en Bailén, la asistencia pública a tan noble espacio urbano se incrementaba día a día. La fachada de Sachetti y Sabatini recuperaba su imagen de bellísimo tapiz pétreo sin interferencias sonoras ni visuales motorizadas, para vista y gozo de los usuarios del parque.

Acababa de visitar Praga, indemne de agresiones seculares rusas o europeas, cuyo gran Castillo-Palacio, el más antiguo y extenso de Europa, señalizaba su entrada con una bandera cuyo mástil, era de arquitectónica belleza —principios del XX—. Recientemente han cometido el error -según mi opinión- de doblarlo, emparejándolo a ambos lados del acceso ritual, cuando su diseño singular cantaba un solo.

Remití mis dibujos, meditados, de asta y gran enseña a Fernando Almansa, a la sazón director del Palacio de la Zarzuela, previamente visados oficiosamente por S.M. El Rey.

El gobierno, en distinta gestión, izó nuestro símbolo unificador en la explanada de Colón, haciendo competitiva su vertical con la del monumento al descubridor, erróneamente desplazado del centro de su plaza. Hoy ha vuelto acertadamente a su histórico lugar y la inmensa bandera cumple con su cometido español e hispano-americano.

Pero la Plaza de Oriente se siente huérfana. Una pequeña bandera de asta cilíndrica y modesta se retranquea de la fachada oriental y se esconde a la muchedumbre que allí se concentra. El sol arriba, las praderas y el arbolado eufóricos en su verdor intenso, las gentes, europeos, chinos, japoneses, africanos, ibéricos, hispanos, queriéndose y gozando. Dos guardas, en sendos caballos españoles, recién cepillados, de lustrosa capa y brillante melena, vigilan atentos a que las caricias eróticas lleguen a beso pero no pasen a mayores; acordeón y guitarra acompañan a un dúo búlgaro, armónico, morenos pero con ojos azules; una trompeta vibra el «Bésame mucho» en boca de un poderoso mulato; y, metido entre los arbustos, un guitarrista virtuoso luce malabarismos en el trémolo de Tárrega (mi hermana Gracita lo interpretaba bajo la tutela de Regino Sainz de la Maza); mimos maquillados de distintos colores, unos quietos y otros sin cabeza pero con sombrero colgado, leen desde su misterio. Madrid contenta.

A las 12 hay cambio de guardia: un grupo bellamente uniformado, sale ordenado a ritmo de tambor, por la puerta oriental; un enganche con rica carroza aflora de los jardines de Sabatini para lucir su doma. Los cascos atemperados a los tambores hacen concierto. Se deja sentir el aroma caballar; acompaña. Las gentes se solazan, la luz del cielo es la nuestra. Todo ello un espectáculo.

Recuerdo que unos días antes de la reapertura del Teatro Real recién modernizado, vino Dña. María de las Mercedes, la madre de nuestro Rey, a hacer su primera visita en silla de ruedas. La impulsábamos Adriano García Loygorri, teniente de alcalde en aquellas fechas, y quien aquí firma. Al pasar bajo la serie de nuestros reyes milenarios identificamos a uno de ellos —Íñigo Arista- ascendiente directo de Adriano -cuyo hermano, Mariano (+) Duque de Vistahermosa, es guión de la estirpe (Madrid fue siempre aficionada a situar a personajes en sus mandos. En el XIV fue señor de la villa León de Armenia, Rey, expulsado de su tierra por los mamelucos. Incluso hizo obras en El Alcázar. Juan I fue su protector)-. Y llegamos a la entrada de La Ópera. Me entusiasma el caballo de Tacca, como escultor, proyectado por Velázquez, que se alza sobre sus ancas para lucir a Felipe IV, cuya majestuosa presencia queda oculta por un importante magnolio -no tan importante- para los que entran al teatro y así se lo hice ver a S.A.R. La Condesa de Barcelona, quien, con su «deje» particular entre sevillano y madrileño, me advirtió: «No se te ocurra podar el magnolio». Allí sigue, entero y verdadero. Las órdenes reales siguen imponiendo. Y, aunque la bandera le esconde, El Rey Felipe se asoma.

Hoy he vuelto a practicar mi andanza periódica por la Plaza; vivimos un mayo glorioso. Eran horas de aperitivo. Todo el circuito oriental, bares, restaurantes, salones y centros de reunión, engalana su entorno con las gracias culinarias y risueñas del cura Lezama. No quedaba una silla libre. Y hay muchas. Lezama, vasco de hidalga estirpe, ha invadido el mundo, Madrid, Sevilla, EE.UU. y más. Casi en sus inicios fue párroco de la Iglesia de Chinchón donde preside Goya. Y desde allí levantó vuelo para seguir soñando; durante las obras de la Plaza sufrió pero supo sobrevivir. Hoy se ocupa, además de triunfar, de un mundo de disminuidos a los que cuida con su generosidad. Es alavés y español hasta la médula. También echa en falta su gran bandera.

Y nada impide para que en Madrid, universal, simpática, desenvuelta y con futuro, donde se añoran las enseñas, se prodiguen aromas de España.

El dibujo de nuestra enseña, que acompaña a este escrito, es el que envié, en 1998, a Almansa. Pero los ordenadores electrónicos actuales nos permiten imágenes múltiples y realistas para visualizar lo contenta que estaría nuestra populosa y nutrida asistencia ante tal presente. Tanto el emplazamiento como el mástil que en él se erige, tratado con nobleza, acogerían con dignidad a nuestro flameante símbolo histórico.

Un Palacio impar con una colección de frescos, pinturas y esculturas incomparable; una armería —la segunda de Europa— bellamente dispuesta con la más brillante colección de armaduras a caballo imaginable; la Catedral; el Teatro Real; la Escuela de Música Reina Sofía y un acompañamiento residencial digno y sin pretensión; todos en torno al gran jardín que preside la singular imagen ecuestre comentada, es conjunto único que se ha enriquecido siglo a siglo —el Alcázar se alza en el X— por el impulso de Madrid.

Merece bandera.

Miguel de Oriol e Ybarra es doctor arquitecto

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