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Los trabajos y los días

Conseguir que las aulas vuelvan a transformarse en el ascensor social sólo es factible reivindicando la excelencia

Día 12/04/2011

CUANDO la izquierda lerda oye hablar de excelencia echa mano al trabuco y disparata al vuelo. Diferenciar entre mejores y peores, discretos y mostrencos, es una aberración para quienes sostienen que todo el mundo es bueno y que si no es así, si hay manzanas podridas en el fondo del cesto, la culpa la tiene el mundo porque no está bien hecho. El mito del buen salvaje que Rousseau, en mala hora, puso sobre el tapete, se ha enquistado en la mugre del pensamiento débil y es hoy la coartada que justifica el rito del párvulo arcangélico. De ese sujeto amorfo, unidimensional, ignaro y pedigüeño al que estabulan en el jardín de infancia siendo un niño de teta y acaba por convertirse —¡tate!— en un adolescente eterno.

Los enciclopedistas (que algo sabían sobre el particular pese a no disponer de acceso a «Wikipedia») aseguraban que el objetivo de la escuela era neutralizar las escandalosas diferencias «entre la porción iluminada del género humano y la porción grosera». Echar abajo el muro de los privilegios franqueando el acceso a los conocimientos. Derruir los bastiones del Ancien Régime a fuerza de emplearse en aguzar cerebros en lugar de engolfarse desmochando cabezas. Al cabo, es engañoso hablar de libertad si la inopia encadena las entendederas. Ser libre, concluían, exige ser autónomo; ser autónomo exige pensar a rienda suelta. La clave, por lo tanto, es la exigencia y ésta, a su vez, es la «condicio sine qua non» que apuntala ese Bachillerato de Excelencia que, sugerido apenas, le ha fundido los plomos a las lumbreras de la izquierda.

Pero la izquierda lerda no es hija de las Luces, sino la bastarda hijuela de un siglo de tinieblas. Del mismo modo que (a despecho de Sartre, que pecó de ocurrente) el socialismo no es un humanismo, sino un sonambulismo que exila a los despiertos. Meritocracia y democracia eran, «in illo tempore», almas gemelas. Ahora, sin embargo, el mérito recula ante los apellidos y cae en el garlito de las componendas mientras que el demos (vulgo, el pueblo) se relame a sus anchas con las delicias burdas del tele-basurero. La igualdad de derechos se aplica a rajatabla siempre que se circule por el sentido opuesto. Es menester estimular a los gandules y meter a barato los frutos del esfuerzo. Hay que difuminar las jerarquías, equiparar lo ínfimo a lo inmenso, alhajar a la casta y denostar a la elite.

Conseguir que las aulas vuelvan a transformarse en el ascensor social por excelencia sólo es factible, aunque la redundancia ofenda, reivindicando la excelencia. Ni todo el mundo es bueno, ni hay por qué darle pábulo al párvulo arcangélico, ni existen mayores guetos que los que la estupidez fomenta. Si es triste contemplar a esos ilustres mentecatos que trapichean a su antojo con los escombros del presente, espeluzna pensar en los que vienen tras sus huellas. No desesperemos. Cabe la posibilidad —remota, desde luego— de que lo que don Ángel Gabilondo llama «aprender a convivir» consista en tener tratos con gente de primera. ¿Qué tal una excursión por «Los trabajos y los días», llevando al amigo Hesiodo del bracete?

«Vicios puedes cosechar cuantos quieras sin esfuerzo: breve es el camino pues siempre habitan cerca. Por contra, los dioses inmortales pusieron el sudor delante de la excelencia. Abrupto es el sendero y áspero en sus comienzos...».

¿Hesiodo? ¡Menudo carcamal!, sentencia la izquierda lerda.

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