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Columnas / AD LIBITUM

El cuervo y el faisán

Aquí, contra lo acostumbrado en los países auténticamente democráticos, la mentira engrandece al mentiroso

Día 31/03/2011

EL escudo constitucional de España prescindió del águila que adornaba el de los tiempos de Francisco Franco y procedía del de los Reyes Católicos; pero, vista la marcha de los acontecimientos, salvo que nos favorezca una epidemia de sentido común, será inevitable que las plumas vuelvan a nuestra señal heráldica y no tardaremos en ver un faisán en nuestro blasón. Del águila de San Juan al faisán de Alfredo Pérez Rubalcaba tampoco hay muchas distancias, son pájaros de cuenta y conveniencia que se alimentan en la mentira, en el engaño a los demás. Una mala costumbre establecida entre nosotros y natural en una Nación que se enorgullece más de sus pícaros que de sus sabios y en la que la intolerancia, el más frecuente de los excesos colectivos, baja su guardia frente a los mentirosos, incluso si nos engañan y manipulan —nos perjudican— con cargo al Presupuesto. Aquí la sinceridad se entiende como simpleza y el manejo de las medias verdades, mentiras dobles, da carta y prestigio de astuto y sutil. Rubalcaba lo sabe y remonta su experiencia a los días del GAL.

El presidente del Gobierno se ha convertido en un mentiroso compulsivo y sin remedio. Ya, sospecho, no es capaz de distinguir entre cuando nos dice la verdad o nos la falsea y, en concordancia, sus acompañantes en el Ejecutivo mienten con intensidad directamente proporcional a su capacidad de actuación y pensamiento. Es decir, algunos —de Leire Pajín a Valeriano Gómez— ni tan siquiera valen para decirnos lo contrario de lo que piensan o sienten, de lo que saben o intuyen. La suya es la misma razón que convierte en sinceras a las piedras y a buena parte de los vegetales.

El espectáculo que nos ofrece el paisaje político nacional —paisaje con figuras— es penoso. Deprime. El informe que ayer publicaba ABC sobre las mentiras de Zapatero, incontestable, solo podría disminuirse en su efecto demoledor si fuera capaz de provocar una generalizada respuesta ciudadana; pero hemos llegado a un extremo de desgaste representativo y ausencia parlamentaria —¿antidemocrático?— que a muy pocos les importa algo la mentira de quienes, en olvido de la confianza que en ellos tenemos depositada, se afanan en perpetuarse en sus sillones y mantener la grandeza de su sigla de identidad antes que en cumplir con la obligación específica que indica su cargo. Aquí, para nuestra desgracia colectiva y contra lo acostumbrado en los países auténticamente democráticos, la mentira engorda y engrandece al mentiroso. No basta para su repudio colectivo. Es el síndrome demoledor de la esperanza nacional. Podría haber sido peor. Un faisán es más noble que un cuervo.

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