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Columnas / AD LIBITUM

Manías de grandeza

Todo depende del valor que cada cual quiera darle a lo público y de su equilibrada proporción con lo privado

Día 30/03/2011

ANTONIO Palacios es uno de los arquitectos más determinantes de la estética urbana de Madrid en el primer tercio del siglo XX, cuando la capital de España se despereza, deja de ser un pueblón manchego perturbado por dos docenas de grandes palacios y aspira a ser lo que es hoy en día: una de las grandes ciudades del mundo. A Palacios, gallego de Porriño, le debemos, además del diseño de las estaciones y bocas de Metro de las primeras líneas, edificios tan notables como el Hospital de Maudes o el Círculo de Bellas Artes. Posiblemente, la peor de sus creaciones en Madrid fue esa inmensa tarta de nata que, a los pies de La Cibeles, Alberto Ruiz Gallardón, en un arrebato de su complejo faraónico, ha convertido en Ayuntamiento de Madrid, el de más superficie de todos sus equivalentes europeos y, posiblemente, mundiales. Pedro de Répide, gran cronista de la Villa y dicen que hijo natural de Isabel II, de la que fue bibliotecario en París, le bautizó como Nuestra Señora de las Postas hibridando su aspecto catedralicio con su función de Palacio de Comunicaciones, para lo que fue diseñado.

Traigo a cuento tan singular edificio porque, ya en vísperas electorales, cuando mejor se advierte la condición camastrona de buena parte de nuestra clase política, hija de las siglas partidarias antes que de la voluntad popular, es todo un ejemplo del éxito que puede proporcionarle a un alcalde, presidente autonómico o jefe del Gobierno de la Nación lo que, en puridad, es un disparate, un despilfarro, que pone en evidencia el desajuste entre la demanda cívica, la oferta política y la realidad económica y social en que estamos inmersos. Todo depende del valor que cada cual quiera darle a lo público y de su equilibrada proporción con lo privado.

Pertenezco al reducido grupo que coloca al individuo y su libertad en el primer plano de los objetivos políticos, por delante de la sociedad y, por supuesto, muy por delante del Estado y su largo rosario de instituciones. Es decir, de los que, a escala madrileña, gustaban de la Casa de la Villa, modesta y vecina de la Torre de los Lujanes o de la Casa de Cisneros, memoria del Madrid medieval, mejor que del palacio elefantiásico y presuntuoso, pelín hortera, que Ruiz Gallardón luce como mérito de su gestión y que acaba de convocar concurso público para la adjudicación de cafeterías y restaurantes que, como con el teatro y otras actividades, convierten al Ayuntamiento en competidor desleal de los medianos y pequeños empresarios de lo que ya no es villa y, desde luego, no parece corte. Hemos dejado de ser pueblo manchego para ser, nada más, ciudad global.

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