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Columnas / CAMBIO DE GUARDIA

¡Pobre niño!

Alguien puede violar,torturar, asesinar,profanar luego el cadáver… Pero es un niño

Día 28/03/2011

EL joven de la tribu Mandan avanzaba hasta el lugar de la ceremonia. Tres días de ayuno lo habían preparado para el instante crucial de su vida. El sacerdote-verdugo lo aguarda para imponer sobre su cuerpo la marca de las leyes: no podrá olvidarlas nunca. Aunque quiera. Eso hace de él un hombre. Adulto. Ceremonia que Pierre Clastres narra: «Agujereado el cuerpo por todas partes, llagas engarfiadas, estrangulamiento, carne desagarrada: los recursos de la crueldad parecen inagotables». Pero no es eso lo esencial. Lo esencial es la memoria perenne que, para el joven Mandan, serán sus cicatrices: las físicas como las anímicas. Dicen, con valor de escritura sagrada, que la ley de la tribu está por encima de su deseo. Y que sólo la aceptación impávida de eso (ni una lágrima, ni un gemido) hace de lo hasta entonces niño, un hombre.

Arthur Rimbaud tenía 17 años cuando escribió Le bateau ivre. A los 21, Isidore Ducasse había dado ya a la imprenta los Cantos de Maldoror. Saint-Just tenía 25 cuando impuso a la Asamblea el regicidio de Luis XVI y volcó el destino del mundo. A los 12, Blaise Pascal había reinventado la geometría euclídea. Santiago Carrillo no había cumplido 22 cuando hizo asesinar a cientos de ciudadanos en Paracuellos. Hölderlin andaba por los 25 cuando, junto a sus colegas de estudio Schelling y Hegel, redactó el primer proyecto de sistema de lo que iba a ser el idealismo alemán. Cuando John Keats muere, no ha cumplido los veintiséis; dejaba una de las obras poéticas más medidas y sabias de la historia moderna. A la misma edad, Alejandro de Macedonia había conquistado ya medio mundo conocido… En nuestro loco presente, todos ellos hubieran sido tiernos beneficiarios del «Carné Joven», que clasifica como inválido mental a todo aquel que no haya cumplido los treinta años. Nuestros hijos acabarán en el manicomio. Pero los muros de ese manicomio de la infantilización los hemos alzado nosotros. No es inocua esta locura provocada, planificada casi, que hace, en vez de humanos adultos, animales irresponsables, por tiempo desmesurado y, en la práctica, ilimitado, a las crías de humano. No serán adultos. Nunca. No serán hombres. Pero sabrán matar. Demasiado pronto.

Un animal humano «menor de edad» ha sido condenado, hace cuatro días en Sevilla, a tres años de cárcel. ¿Los hechos? Poca cosa. Un muchacha de diecisiete años violada y asesinada por él y otros tipos de diecinueve. Un cadáver desaparecido. Una investigación policial, impotente para arrancar a los autores un solo dato veraz sobre lo sucedido. Y en esos hechos está el síntoma mayor de la anómala sociedad que es la nuestra: una sociedad sin «ritos de paso» que sellen en la mente de quien los completa la dolorosa entrada en la vida adulta. Quizá seamos la primera sociedad que conoce la ausencia de eso a lo cual los etnólogos (desde Van Gennep a Clastres) han diseccionado como definitorio de lo humano: la marca indeleble de la ley.

Alguien puede violar, torturar, asesinar, profanar luego el cadáver… Pero es un niño, decimos: ¡pobrecillo! Y violar, torturar, asesinar, profanar sale gratis. El guerrero Mandan será un hombre adulto y libre, porque tiene la ley escrita en cuerpo y alma. Nosotros, no.

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