En la sinopsis de mi vida, los héroes y villanos se desdibujan con demasiada asiduidad. Durante los últimos catorce años, he trabajado como coordinador del Programa de Asistencia a Marineros para el Este de África, una organización dedicada, entre otras cuestiones, a combatir la piratería somalí, que llevará al cine el actor Samuel L. Jackson.
Mi biografía siempre ha estado plagada de claroscuros. En 2008, fui encarcelado por denunciar el tráfico de armas que impera en aguas del Índico. En la sentencia, el Gobierno de Kenia me acusó de emitir «informaciones alarmantes», tras haber asegurado que el destino del «Faina», un carguero ucraniano secuestrado durante cinco meses por piratas somalíes, era militarizar Sudán del Sur, una región sobre la que pesa un embargo de Naciones Unidas desde hace años.
Durante meses, tanto el Gobierno de Nairobi como el de Estados Unidos se embarcaron en una campaña propagandística para demostrar que el cargamento del buque, 32 tanques soviéticos, 150 lanzagranadas y 6 cañones antiaéreos, iba destinado a incrementar el arsenal del Ejército keniano.
Pese a ello, más de dos años después, los documentos publicados por WikiLeaks me devolvieron el honor. Según un cable fechado en noviembre de 2009, la Administración estadounidense tenía total conocimiento de esta transacción e, incluso, un oficial del Departamento de Estado, Vann H. Van Diepen, denunció a diplomáticos ucranianos un contrato de venta que mostraba a Sudán del Sur como el destinatario.
Aunque poco importa ya el daño infringido contra mi persona. Alejado de los focos, y desde mi pequeña oficina de la localidad keniana de Mombasa, prosigo en mi tarea cotidiana de combatir la piratería somalí, un devenir diario que representa la parte menos glamurosa de las clásicas películas de corsarios en eterna búsqueda de tesoros.
Hoy quizá toque la negociación de un secuestro y, mañana, la visita a la cárcel de Shimo La Tewa, la misma en la que permanecí encerrado junto a mis antagonistas, por denunciar una verdad que nadie pretende escuchar.
Porque ante el apoyo limitado de las organizaciones internacionales, y con los Gobiernos enfrascados cada día en mayor medida en el pago de los rescates, para vislumbrar un final feliz en esta historia de bucaneros postmodernos quizá debamos esperar a una segunda parte.
TRANSCRITO POR EDUARDO S. MOLANO
CORRESPONSAL EN NAIROBI