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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Lo indescifrable

El terremoto pulveriza nuestra cultura de la seguridad, basada en una falsa supremacía sobre lo aleatorio

Día 12/03/2011

SI se podía prever, preguntan en las radios a los sismólogos y demás expertos en el rugido profundo y salvaje de la tierra. Ante la catástrofe, ante la expresión rabiosa y letal del azar, el ciudadano confortable siempre se acaba interrogando sobre la evitabilidad del infortunio; vivimos en la cultura de la certeza y pensamos que en el fondo el desarrollo viene a ser una suerte de dominio sobre lo eventual, una supremacía sobre lo aleatorio. El terremoto supone el epítome de la sorpresa, de lo inesperado, de lo incontrolable: una brutal protesta telúrica que empequeñece nuestra dimensión de superioridad y nos deja desnudos, frágiles, inermes ante el sobresalto trágico. Por eso los especialistas balbucean una especie de excusa por la limitación de la ciencia; hay barruntos, prospecciones especulativas, modelos de aproximación, sondas que auscultan el latido seco de la tierra, pero no, definitivamente no es previsible, no existe todavía un método cierto, una máquina infalible de pronóstico que trascienda esta triste condición limitada de humanos a merced de la naturaleza. No hay modo de establecer un vaticinio contundente que tranquilice del todo nuestra conciencia incompleta de finitud y permita fijar alertas viables, evidencias incontrovertibles al alcance de una sociedad blindada. No parece que haya lugar, pues, al ejercicio favorito de depuración de responsabilidades y de negligencias; por el momento, los seísmos forman parte del escaso margen de estragos de los que no se puede culpar a un Gobierno.

Da igual, en todo caso, porque a menudo ni siquiera hay gobiernos a los que culpar. En Haití ni siquiera había país, y lo malo es que un año largo y miles de millones en ayudas después sigue sin haberlo. En Japón sí hay Gobierno, y una sociedad fuerte, e infraestructuras razonablemente sólidas, capaces al menos de no multiplicar con su precariedad la devastación de la tragedia; también ante la calamidad prevalece esa eterna diferencia de los ricos y los pobres. Pero el mar se ha tragado trozos de costa y ha zarandeado ciudades y ha sepultado carreteras, y esa nación próspera e hipertecnológica es ahora un guiñapo vapuleado por la ruina y el miedo. Y el cataclismo avanza en una espiral espeluzante a ambas orillas del Pacífico, donde habitan pueblos desfavorecidos de bienestar y hasta de esperanza, y donde acaso los teóricos de la previsibilidad encuentren motivo para señalar autoridades negligentes o delimitar responsabilidades descuidadas. Ya se leen en la red confusas profecías de un apocalipsis planetario, de una descomunal rebelión geológica; vagas explicaciones urgentes de un mundo estupefacto y desasosegado ante el desafío de un fenómeno fuera de control y de escala. Es el factor de incertidumbre, una zozobra que tritura nuestra ficticia seguridad y nos revela desconsoladamente quebradizos ante una amenaza indescifrable.

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