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Columnas / UNA RAYA EN EL AGUA

Código de honor

Aramburu hizo posible que la Guardia Civil venciese con su sentido de la lealtad los recelos de la izquierda

Día 15/01/2011
QUIZÁ cuando el general Aramburu Topete se enfrentó a Tejero en la puerta del Congreso, mirada contra mirada y casi pistola contra pistola, no estaba defendiendo tanto su convicción democrática como su sentido del deber. A aquella hora de la tarde, Aramburu aún no sabía quién estaba detrás del golpe ni quién en contra, no conocía la posición del Rey ni la correlación de fuerzas, y lo único que tenía claro es que un teniente coronel de fama conflictiva se había insubordinado hasta los límites de la locura y estaba mancillando el honor impecable de la Guardia Civil. Como la mayoría de los militares de aquel tiempo, el director general de la Benemérita, antiguo alférez provisional y divisionario azul, era un franquista que había asumido por disciplina el orden constitucional, y estaba acaso tan convencido como los golpistas de que la situación política se había degradado más allá de lo razonable. Pero a diferencia de los sublevados, Aramburu estaba lejos de ser un exaltado o un fanático, poseía un sentido inquebrantable de la lealtad que constituía el centro de su estructura moral, y la sola idea de la rebelión contra el legítimo poder establecido le provocaba una repugnancia capaz de activar toda su energía de hombre de bien. El factor decisivo que volcó el cuartelazo —el mes que viene hará treinta años— no fue la inexistente pasión constitucionalista de la mayoría de los generales sino el concepto de obediencia a la Corona y a las instituciones que ocupaba el primer lugar de su estricto código de valores.
Ese noble sentido de la legalidad y el patriotismo hizo posible también que, con hombres como Aramburu al frente, la Guardia Civil se ganase poco después la confianza del emergente Gobierno socialista venciendo los recelos que el golpe y los prejuicios ideológicos habían imbuido en la izquierda española y provocando que los dirigentes del felipismo reconocieran sin ambages su grato descubrimientodel Instituto Armado como eficaz garante del orden democrático. Esa clase de procesos resultaron cruciales para consolidar el legado de la Transición tras su segunda gran prueba de fuego, que fue el ascenso al poder del PSOE. La memoria del general Aramburu Topete estará siempre vinculada a aquella tarde infernal de febrero en que hubo de abordar con todo su equipaje de dignidad una conspiración de sus propios subordinados. Pero es de justicia resaltar en su balance necrológico la inolvidable eficacia con que, en un ambiente crispado por el recuerdo reciente de la intentona sediciosa, las dificultades de adaptación ideológica de una oficialidad educada en el franquismo y el acoso sangriento de una ETA capaz de cometer cien crímenes al año —la mayoría contra miembros de la milicia y las fuerzas del orden—, favoreció junto a sus compañeros de cúpula militar el retorno a la normalidad con un ejercicio de disciplina impagable.
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