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Columnas / HAY MOTIVO

Los más y los memos

Enseñanza al servicio de la jerarquía: del saber sobre la ignorancia, del trabajosobre la desidia

Día 14/12/2010
A fin de no poner alarma sobre alarma —o albarda sobre albarda, pues de acémilas va el cuento—, don Ángel Gabilondo, supuesta eminencia gris del plomizo gobierno del señor Zapatero, ha lidiado en los medios la alimaña de PISA a base de meter pico (¡menudo pico tiene!) y de falsificar el temple. Según el titular de Educación, la enseñanza en España progresa adecuadamente y, si bien es verdad que en calidad pinchamos, en lo que hace a la equidad damos lecciones a cualquiera. Es decir, que, a la postre, la sociedad sin clases sólo ha echado raíces en el recinto de la escuela. Allí donde nadie es más que nadie; allí donde los más son siempre los memos; allí donde se insiste, suma y sigue, en seguir ampliando la suma de catetos.
Claro que si el ministro, que es ontólogo y algo debe saber de estas miserias, afirma que la situación no es preocupante habrá que confiar en su criterio. Ontólogo, por cierto, era un discípulo de Ortega al que María Zambrano quiso embromar de veras poniéndole en la puerta una placa muy seria: «Fulanito de Tal. Ontólogo. Consultas de 5 a 7». Con el hermano de Iñaki, sin embargo, el ojo clínico no pasa de ser un diagnóstico al tuntún y a ojo de mal cubero.
El caso es que don Ángel Gabilondo —que funge de sesentayochista desahogado para disimular el tufo a beaterio— ha puesto en solfa una de las consignas legendarias que decoraban la Sorbona en aquel mayo funesto: «La cultura es como la mermelada, cuento menos se tiene más se extiende». Lo que, expresado en rucio castellano y transitando de Foucault al padre Astete, podría concretarse en estos términos: «Burro grande, ande o no ande». (Y el que venga detrás que arree).
Un Condillac cuya cabeza no había sido aún puesta en jaque, daba esta bella imagen de lo que era una enseñanza revolucionaria: «Nuestro primer cuidado es dar a todos la educación que a todos es accesible; pero no negar a ninguna porción de ciudadanos esa instrucción más elevada, que es imposible hacer compartir por la masa entera de los individuos». Los padres de la revolución llamaban a eso la forja de una «aristocracia republicana», una aristocracia del esfuerzo y de la inteligencia, una meritocracia, gracias a la cual fueran los mejores sólo quienes se abrieran paso hasta las funciones más altas de la patria. Enseñanza al servicio de la excelencia, que es decir de la jerarquía: del saber sobre la ignorancia, del trabajo sobre la desidia.
El infantilismo hoy triunfante promete salvación a cambio de retornar, si no a la condición de buen salvaje, al menos a la más parecida, la de niño. Esa misma que Pablo, en carta a los corintios, describió con santísima agudeza: «También yo, cuando era niño, hablaba igual que un niño, pensaba igual que un niño y razonaba igual que un niño, pero cuando me hice hombre deje a un lado las cosas de los niños». Algo que, en la paráfrasis que memorizaban los esforzados bachilleres, anticipaba el eco del «hip-hop» posmoderno: «Sunt pueri pueri, pueri puerilia tractant». Procede el latinajo a fin de que el ministro no le vuelva la cara a sus maestros ni avale, o justifique, el puerilismo analfabeto que, según Bergamín, era el grial y el tabernáculo de la espiritualidad de un pueblo.
«Vade retro, Satana». Dios nos libre de vérnoslas con otro sacristán del verbo. Se acabó, Cruz y Playa. La de la Concha, por supuesto.
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