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Vivir la diferencia

Haría falta legislar con rigor y claridad los flujos y dimensiones de la inmigración. De otro modo se llegaría a la xenofobia

Día 23/09/2010
VIAJAR en AVE de Madrid a Barcelona junto a una muchacha con el iPod a todo volumen y sorbiendo moco sin parar plantea dudas sobre los límites de la convivencia humana. Trasladado al puente aéreo, ¿hasta qué punto puedes sentirte ofendido por el desodorante de gorila alfa, tan penetrante, que usa el señor del asiento C? Eso es de lo que hablan los filósofos cuando hablan del Otro. Hay que respetar la diferencia, como el césped. El problema son los cactus. La inmigración extrema diferencias. Inevitablemente, está siendo un asunto esquinado para Europa. De entrada, lo más indicado es no hablar de xenofobia de buenas a primeras. La diferencia es otra cosa. Recelar, desconfiar del extraño son reacciones naturales, un sentido elemental del territorio y de la comunidad que no implican xenofobia.
La diferencia es un largo aprendizaje. Por ejemplo: el pañuelo fue un instrumento para evitar sorber moco de manera constante. Nos lo decían en casa: suénate. Y nos sonábamos las narices. La lección se transformó en costumbre. Algo falla hoy cuando una viajera de AVE puede pasarse dos horas y media sorbiendo sus mucosidades nasales, sin usar para nada el pañuelo. Nadie explica ya el principio kantiano: no le hagas al vecino lo que no quieras que él te haga a ti.
Una inmigración que no se integre en el ejercicio mínimo de las formas que son propias de la sociedad que la acoge acaba agrandando las diferencias. Acoge a los inmigrantes un orden jurídico, un Estado de bienestar, una política de vivienda, un sistema educativo y unas formas mínimas que son las que llevan siglos garantizando nuestra cohesión entre generaciones y grupos sociales. Y la desconfianza de quien acoge no es racismo. Reducir así las cosas es uno de los candores más perversos de estos días. El imperativo territorial es un instinto universal. Recelamos de lo que pueda ser una intromisión hasta que los códigos de señales de la convivencia desactivan la hostilidad en potencia. Nada más humano.
Colectivamente, esa es la cuestión de los umbrales de saturación. Si todos los viajeros del AVE se pusieran a sorber el moco, uno tendría que refugiarse en los lavabos del convoy. Lógica irritación, porque no se paga un billete de AVE para viajar sentando en la tapa de un inodoro. Entonces la diferencia se convierte en algo insostenible. Aparece la tensión social. Hay pocas salidas, salvo el conflicto. Una densidad migratoria desmesurada altera los umbrales de tolerancia. Entonces ya está el terreno de juego lo suficientemente borroso como para que surja la antipolítica.
Una sociedad abierta se fundamenta en normas que son idénticas para todos, para los que nacieron en tal territorio y para quienes acuden en busca de su oportunidad. A todos nos corresponde saber cuándo y cómo usar el pañuelo. Cada vez que una norma se hace parcial, específica, focalizada, la sociedad abierta pierde consistencia. Por eso haría tanta falta legislar con rigor y claridad los flujos y dimensiones de la inmigración. De otro modo sí que probablemente se llegaría a la xenofobia. A eso, por cierto, también puede llevar el exceso multiculturalista.
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