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Columnas / HAY MOTIVO

La gallina y los huevos

A la hora de cacarear nunca queda por gallos, pero, cuando hay que poner los huevos, es la gallina la que hace el trabajo

Día 18/09/2010
EL sentido del humor —ese exquisito «sense of humour» con el que los ingleses acompañan el té de media tarde— no era, al parecer, la principal virtud de la señora Thatcher. Sólo una vez, dice Paul Johnson, gastó una broma en público y el selecto auditorio, en lugar de aplaudir y reírle la gracia, casi la palma «in situ» de un ataque de pasmo. Imagínense el cuadro. Una cena de gala en un escenario muy formal, muy académico, muy encopetado, en el que, al cabo de dos horas de charlatanería huera, circunloquios estériles y titubeos conceptuales, la Dama de Hierro toma la palabra: «A la hora de cacarear nunca queda por gallos, pero, cuando hay que poner los huevos, ha de ser la gallina la que hace el trabajo». Pura Thatcher. Retórica, la justa. Talento a discreción. Valentía a mansalva. Tales fueron las armas con las que, en un momento crítico, consiguió reflotar a Gran Bretaña. «That´s all». Eso es todo. Ahí es nada.
De la misma manera que hay amores que matan, hay odios que avalan a su destinatario. La izquierda en general —o sea, la del Foro y la foránea— odia a Esperanza Aguirre porque se enfrenta a la desfachatez con desparpajo y no se achanta con los gritos de rigor, ni con las herrumbrosas letanías, ni con los apolillados mantras. No es raro, pues, que, ayunos de argumentos, transmitan el rencor avivando espantajos. De ahí que los sindicalistas se hagan cruces tirando al aire una moneda con dos caras: la de Espe y la de Maggie. Se equivocan, no obstante, y con obcecación binaria.
Se equivocan, primero, tentando a la suerte en vano. Si Thatcher, la despiadada Thatcher, liquidó a las «Trade Unions» de un plumazo, nunca se sabe si, al conjurar su nombre, se acrecienta el peligro de que se repita la jugada. Lagarto, lagarto. Serenidad en la granja. Segundo, porque, si aún quedase un poso de las mitologías proletarias en el almario de nuestros heroicos liberados, las tesis que sostiene doña Esperanza Aguirre deberían haberlo espabilado. El olvido es tenaz, en especial si es voluntario, pero no ha de faltar la voz que les recuerde a los desmemoriados que las organizaciones de clase nacieron allá en el XIX sobre el principio de la autofinanciación a rajatabla. Un sindicato debía sostenerse gracias a las cuotas de los afiliados puesto que recibir dinero de la patronal o del Estado convertía a los hombres en lacayos. Al cabo, quien paga, manda.
Lo extraño no es que los Toxos y los Méndez sepan quién es su peor enemigo en las filas populares. Lo extraño —por usar un calificativo suave— es la incomodidad que en el PP se ha generado en torno a la condesa descalza. Es como si, en vísperas de la irrisoria huelga general, en pleno foso de la recesión, en el abismo del paro, la derecha siguiera experimentando aquel delirio alienado en el que se fundía «La Internacional» con «La Varsoviana». Como si la convicción que Arriola estuviera susurrando a la oreja de su jefe fuera la de que no hay otra manera de llegar al poder que siendo el verdadero partido socialista después de que el partido socialista haya abdicado.
¿Qué es lo que, frente al desbarajuste de un PP empeñado en posar de progresista a ultranza, hace que doña Esperanza Aguirre sea una «rara avis»? La gallina, ya saben. La que se ocupa de poner los huevos entre el cacareo de los gallos.
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