El cargo de presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas suele dejar abrasado a quien lo ejerce. Por él han desfilado buenos profesionales, de uno y otro signo —Joaquín Arango y Fernando Vallespín, con gobiernos socialistas, y Pilar del Castillo, en el primer ejecutivo de Aznar—, y hasta a ellos les han alcanzado las pavesas del incendio que suelen desencadenar los estudios, sobre todo los electorales, que realiza el CIS de forma periódica y reglada.
En el intercambio de disparos que desata en tantas ocasiones la actividad del centro, algunos de sus titulares son alcanzados a veces por el fuego amigo. La independencia de Vallespín podría haber sido la causa de que no renovara en 2008 y Belén Barreiro, destituida hoy, es víctima de la desconfianza de la vicepresidenta primera en unas vísperas electorales en las que los datos del CIS provocan serias cefaleas en el Gobierno. Y eso que Barreiro accedió al cargo directamente desde el gabinete de la presidencia sin reunir todas las condiciones exigidas para su desempeño. Sucede que, con independencia de quien se coloque a su frente, la institución cuenta con buenos funcionarios profesionales difícilmente sobornables.
El problema principal no reside, pues, en la idoneidad de su presidente, aunque no es un asunto desdeñable, ni en la capacidad de sus expertos, sino en el propio estatuto del Centro. El CIS es un organismo autónomo, pero depende del Ministerio de la Presidencia y, aunque rinde cuentas de sus estudios electorales al Congreso, es sabido que el Gobierno siempre tiene un conocimiento previo de ellos, y tal privilegio es fuente justificada de sospechas. La «cocina» es un instrumento indispensable para la interpretación de los datos desnudos, pero también origen de toda desconfianza si hay manos interesadas de por medio. El CIS no debería depender, ni orgánica ni funcionalmente, de un departamento ministerial.


