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Columnas / HAY MOTIVO

Una ley desafinada

La utopía igualitaria es la más devastadora de las mitologías del socialismo pata negra, del latifundio en el que hoza el lerdo ibérico

Día 14/09/2010
«EN las mayores conmociones, respetar los subjuntivos». Esa es, en síntesis, afirma Valéry, la lección magistral que las tragedias de Racine susurran al oído del lector que aspira a situarse al cabo de las letras. Sin embargo, respetar los subjuntivos no es arte, todavía, sino su condición previa. Para ir más allá de lo evidente se requiere un control inapelable de la técnica; de la sintaxis; de la inefable matemática que opera con las voces y los ecos. Paul Valéry, que era un escritor inmenso, supo ser el discípulo de escritores inmensos. Maestría es dominio, y sólo quien domina puede ser maestro. Sólo el mejor enseña. La excelencia se forma al convivir con lo excelente.
El intríngulis no es nuevo, por supuesto. Entre los griegos, Sócrates no enseñó otra cosa: ahí es nada, y ahí le tienen. Se enseña al ciudadano a ser mejor y el mejor se ha de ocupar de hacerlo. Separar creación y docencia es síntoma de colapso cultural, de desfase mostrenco. La ironía del inabarcable Goethe daría a la constancia del decaer de esa regla diamantina la forma de una «boutade» brillante y malévola: «El que sabe hace; el que no sabe enseña». Es difícil, no obstante, que al gigante de Weimar se le pasara por las mientes que un día su sarcasmo acabaría convertido en axioma leguleyo. Es lo que sucede en estas agrias parameras desde que la apisonadora de la izquierda declaró incompatibles «hacer» y «enseñar», ser sabio y ser maestro, ser excelente y darle curso a la excelencia.
Andan los profesores del Conservatorio Superior de Música en Madrid acechados por ese dogma del estatismo necio, conforme al cual todo aquel que destaque es peligroso y debe ser decapitado por sistema. La norma es tan elemental que mete miedo: enseñar música es incompatible con ser músico. Cualquier gran Conservatorio de Europa, o de los Estados Unidos, o de China, ya puestos, prima, con todos los medios a su alcance, la contratación de los virtuosos más notorios, como clave del prestigio propio y menoscabo del ajeno. En España, un concertista de postín o un miembro/miembra de una gran orquesta está, por el mero hecho de serlo, expulsado del ámbito académico. Y aquellos que, a trancas y barrancas, han logrado bandear el veto, tendrán que renunciar, de aquí a unos días, bien a sus cátedras o bien a sus conciertos. Es la lógica de la mediocridad llevada al límite del alevoso regodeo. ¿O sea, que tiene usted talento? Pues, ajo y agua, no enseñe.
La siniestra paradoja es, en realidad, una hipérbole, un tropo de la cotidianidad estéril. La utopía igualitaria es la más devastadora de las mitologías del socialismo pata negra, del latifundio en el que hoza el lerdo ibérico. Los revolucionarios franceses de 1789 sabían que la igualdad de la cual hablaban era la de la ley, no la de los individuos. Por eso, desde Condorcet, buscaron edificar un modelo de enseñanza que primase la forja esencial de los mejores, de los excelentes, esto es de los desiguales, sin cuyo concurso una sociedad está muerta. Aquí y ahora, se les decapita, para que ningún molondro se acompleje.
Ni Lizst, ni Paganini, ni Schoenberg, podrían ser profesores hoy del Real Conservatorio de Madrid. Y no pueden serlo Plácido Domingo o Anne-Sophie Mutter, por ejemplo y por arrimar el ascua a la sardina del carnaval docente. Es la metáfora extrema de un país que se conjuga en clave de futuro misérrimo: que enseñe quien nada sabe, a fin de que nadie sepa. La conmoción abruma, se masca la tragedia y el subjuntivo coge las de Villadiego. ¿Subjuntivo? ¿Qué es eso?
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