EN la España de los cuatro millones y medio de parados, que ya parecen haberse incorporado al paisaje social en la medida en que han desaparecido de la retórica política; en la España de los recortes del gasto público; en la España de la congelación de las pensiones; en la España del millón de negocios cerrados; en la España de la asfixia financiera; en la España de las vísperas de una huelga general, un presidente autonómico ha vuelto de vacaciones para instalarse en un suntuoso palacio de casi 22.000 metros cuadrados y otros 18.000 mil de jardines, restaurado por el módico precio de más de 50 (cincuenta) millones de euros.
El presidente es el de la Junta de Andalucía, José Antonio —llámenle Pepe— Griñán, y el palacio es el de San Telmo, antigua sede de la corte de los Montpensier. San Telmo era el domicilio oficial de la presidencia andaluza desde 1992, previa restauración al efecto, pero llevaba cinco años en obras de nuevas reformas, dirigidas por un arquitecto de renombre. Sólo el contrato de limpieza sale por 60.000 euros al mes, jardinería aparte. Griñán, que llegó al poder en la primavera de 2009, ha tenido más de un año para «reprogramar» la remodelación y dedicar su cuantioso presupuesto a otras necesidades; no le acuciaba el tiempo ni la precariedad porque tenía un muy aceptable despacho en un coqueto palacete de una representativa zona residencial sevillana. Su decisión ha sido, pues, de plena conciencia política: adelante con los faroles —literalmente: sólo las nuevas lámparas cuestan 4.000 euros cada una— para preservar «la dignidad» de las instituciones.
Si la dignidad de una institución se mide por su tamaño simbólico, la Junta de Andalucía debe de ser la más digna de España. Al menos es la Administración más hipertrofiada: la que tiene más funcionarios, más edificios, más parque móvil, más delegaciones provinciales, y la dueña de la mayor sede de poder. Pero acaso la dignidad de un Gobierno tenga que ver con otros parámetros, relacionados tal vez con el éxito de su gestión política, social, cultural o económica. En ese caso, las estadísticas resultan muy elocuentes: Andalucía es la comunidad con más parados (casi un millón, el 27,6 por ciento de la población activa), la penúltima en renta y la primera en fracaso escolar, y su PIB está cuatro puntos por debajo de su porcentaje de población con respecto al total de España.
Al cabo de treinta años de hegemonía política, que han convertido la autonomía en un régimen clientelar e inmóvil, los dirigentes del Partido Socialista andaluz mantienen un concepto solemne y escénico de su propio poder y desean expresarlo mediante la pompa y el esplendor arquitectónico. Confunden la dignidad democrática con las dignidades de la ostentación y viven ensimismados en una cápsula autocomplaciente en cuyo blindado interior han perdido la noción de la desmesura.


