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Crisis: lecciones de verdad y pistas falsas

¿Para qué sirven los economistas, por qué no han previsto la crisis?, preguntaba la Reina de Inglaterra, a raíz de la quiebra de Lehman Brothers, el 15 de septiembre de 2008. Acusar a los economistas equivale a responsabilizar al médico de nuestras enfermedades: al igual que un médico, un economista sólo puede recomendar unos comportamientos que beneficien a la salud, pero no garantizarla. También resulta simplista considerar que «varios centenares de especuladores» son los únicos culpables de la crisis, como repiten torpe y monótonamente los jefes de Estado y los analistas. La realidad es más compleja y no hemos hecho más que empezar a interpretarla: éstas son las causas reales de la crisis, a juicio de los denominados economistas clásicos:

La primera razón reside en la naturaleza misma de cualquier sociedad industrial. El crecimiento se basa en la innovación, ya sea científica, comercial o financiera; pero toda innovación entraña un riesgo. ¡La de fracasos que hay por cada Thomas Edison o Steve Jobs! En este fracaso, el mercado decide: el crecimiento es imprevisible y accidentado por naturaleza.

El mercado financiero no se libra de este riesgo: los «derivados financieros» alimentaron el crecimiento hasta 2008 mediante un capital abundante y barato. Sin estos «derivados» hoy en día tóxicos, no habríamos conocido, desde 1983 hasta 2008, un desarrollo mundial sin precedentes. ¿Había que prohibir esta innovación? Los «derivados» se asemejan a una potente medicina que cura si no se sobrepasa la dosis prescrita. La dosis se ha sobrepasado: ¿de quién es la culpa? Resulta tentador incriminar a los banqueros que distribuyeron un número excesivo de «derivados» a unos clientes supuestamente inocentes. Reducir esta crisis a un complot de banqueros, movidos por el ánimo de lucro, no es una explicación: confundimos la innovación con su exceso. ¿De dónde provenía este abuso?

Los economistas clásicos están de acuerdo sobre tres factores de riesgo objetivos:

En primer lugar, la Reseva Federal de Estados Unidos, a partir de 2003, bajó demasiado sus tipos de interés, con la esperanza excesiva de acelerar la tasa de crecimiento mundial. Esta acumulación de dólares, a la que se le añadió el ahorro chino en dólares, provocó una burbuja especulativa que se invirtió en el sector inmobiliario: la locura se apoderó de los inversores de todos los países, que apostaron por un alza infinita. Este fenómeno clásico en la economía atañe a la psicología de las masas: muchos ahorradores se enriquecieron mientras que los que denunciaban la burbuja eran considerados unos aguafiestas.

Una segunda causa, a la que se ha prestado muy poca atención hasta ahora, originó la crisis: en 2007, el precio del petróleo y de las materias primas se duplicó a raíz de la llegada al mercado de unos nuevos compradores, China y, complementariamente, India y Brasil. Esta «crisis del petróleo» interrumpió el crecimiento estadounidense: el precio de la gasolina provocó la caída de las compras de automóviles y de casas alejadas del centro de las ciudades, lo que llevó al derrumbamiento del sector inmobiliario. Esta recesión que se inició en Estados Unidos en 2007, causó el desastre financiero de 2008, y no a la inversa.

Tercera causa, también Made in USA: el abandono de Lehman Brothers por parte del Gobierno de George W. Bush. Se salvó de la quiebra a otros bancos: ¿por qué no a esta empresa? El pánico paralizó a todos los bancos del mundo porque el Gobierno estadounidense (y los que lo imitaron en Europa) se había vuelto imprevisible.

Éstos son los agentes de la crisis: una innovación que sale mal, la mala gestión de la moneda, unos Estados imprevisibles y la competencia de Asia. ¿Qué lecciones se pueden aprender para el futuro?

Los discursos moralizadores sobre la «regulación del capitalismo» por parte de los Estados son poco útiles: los gobiernos no son ni más éticos ni más eficaces que los mercados (ahí tenemos la prueba de Grecia). Más vale dejar que prosiga la innovación, pero obligando a los bancos a asegurarse frente a los riesgos que corren: esos riesgos deberían publicarse. Más vale también que los bancos centrales regresen a la prudencia que preconizaban los economistas clásicos: gestionar la moneda con el único objetivo de estabilizar los precios, lo cual favorece la inversión en vez de la especulación. Esta prudencia es válida para los Estados que reaccionaron exageradamente ante la crisis endeudándose para unas «reactivaciones» inútiles: llamémoslo la Tragedia Keynesiana, que ahora hay que devolver. Por último, tengamos en cuenta el surgimiento de unas nuevas potencias devoradoras de energía y de materias primas. Esta competencia estimulante nos invita a descubrir unos futuros modos de producción que consumirán menos energías fósiles.

¿Se sacará de esta crisis la conclusión de que el capitalismo y la globalización son insuperables? Es extraordinario que la crisis en el capitalismo no se haya convertido en una crisis del capitalismo. Los países asiáticos y latinoamericanos representados en el G-20 han contribuido en gran medida a lograr esta estabilidad: un país que surge de la pobreza sabe mejor que los países ricos lo que le debe a la globalización. Esta economía globalizada sigue siendo el único motor de desarrollo conocido: es tan imperfecto como la naturaleza humana, pero es superior a todas las utopías.

guy sorman

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