Nos hacemos viejos y una nevada se convierte, como mínimo, en un engorro: se alteran nuestras rutinas, se trastorna el horario de trenes y autobuses, los aviones no despegan y el mundo nuestro angosto y previsible mundo se desbarata y hace añicos, sumergiéndose en una suerte de caos primigenio, como les ocurre a las hormigas que caminan en hilera hacia su hormiguero, cuando en mitad de su senderillo se tropiezan con el pie de un viandante. Pero hubo un tiempo en que nuestra vida no era una vida de hormiguero; hubo un tiempo en que el mundo no estuvo regido por rutinas, sino por la brisa impremeditada del milagro; hubo un tiempo en que cada mañana era una tierra incógnita que había que descubrir y conquistar, un ameno prado donde podíamos retozar, desentendidos de las triviales congojas y apresuramientos que ahora envilecen nuestros días. Y, aunque aquel tiempo yace sepultado por la hojarasca de las plurales claudicaciones de la edad adulta, sabemos con una íntima y amarga certeza la certeza de quienes han vendido su primogenitura por un plato de lentejas que era un tiempo más cierto más verdadero que este tiempo oprobioso que ahora vivimos; sabemos que aquella vida abierta al deslumbramiento y la perplejidad era una vida más plena y enaltecedora que esta vida de hormiguero que ahora sobrellevamos resignadamente. Aunque, para engañarnos, nos consolemos pensando que es la única vida posible. Algo así pensé esta mañana, antes de ponerme a escribir, mientras veía descender la nieve del cielo por la ventana de mi cuarto. En la radio crepitaban, en atropellado tumulto, los partes meteorológicos, los informes de tráfico, las crónicas de corresponsales que hablaban de pueblos aislados, de trenes como ballenas agonizantes que detenían su itinerario, de coches en las cunetas y aviones anclados en las pistas de despegue: el mundo convertido en un hormiguero acuciado por el quebrantamiento de sus rutinas, presa de esa suerte de histeria colectiva que no es sino una expresión pánica del horror vacui. Y, mientras desde la radio me aturdía aquel enjambre de confusión, recordé las nevadas de mi infancia, aquellas nevadas mitológicas, agrandadas por la nostalgia de una vida incólume a las rutinas, en las que el mundo parecía fundarse de nuevo, aquellas nevadas que llenaban de exultación y brío cada minuto de nuestras vidas, porque cada minuto era un recipiente del milagro. ¿Quién no recuerda las nevadas de la infancia? En nuestra memoria quedan fijadas con la misma nitidez que el día de nuestra Primera Comunión, tal vez porque la nieve, como la Primera Comunión, interpela nuestra inocencia ya extinta, golpea en la aldaba de una puerta clausurada que en otro tiempo se franqueaba, para mostrarnos tesoros de inabarcable deleite. Empezaba a nevar al otro lado de la ventana, mientras en clase recitábamos la tabla de multiplicar o las conjugaciones verbales; y, de repente, aquel soniquete se convertía en una cháchara inerte, en un runrún de palabras oxidadas, porque afuera los ángeles estaban mudando el plumón, porque afuera estaba descendiendo un maná bienhechor que deseábamos recolectar con nuestras propias manos. Cuando por fin sonaba el timbre del recreo salíamos en estampida al patio y, ante nuestros ojos, como una inmensa sábana sin costuras, se extendía la blancura ilesa de la nieve; los árboles de ramas desnudas parecían esqueletos de carámbano, y los edificios embalsamados de blanco tenían algo de icebergs a la deriva. Pisábamos aquel manto sagrado con prevención, casi con temor reverencial, y sentíamos bajo nuestros pies una leve crepitación, como si estuviésemos pisando un animal invertebrado que no se atreve a proferir una queja cuando lo aplastan. La nieve tenía algo de criatura viva y fragilísima; y pisarla era casi un pecado. Hoy, con las espaldas cargadas de pecados y el alma escocida de sabañones, ya sabemos que aquellas nevadas de la infancia nunca volverán, ya sabemos que nuestra inocencia quedó allí sepultada y luego reducida a un barrillo grimoso, ese barrillo en que se transforma la nieve cuando la profanan las roderas de los automóviles. Y, mientras recordamos aquellas nevadas de la infancia, el mundo vuelve a ser una cháchara inerte, un runrún de palabras oxidadas, porque la inocencia ya no está con nosotros. Algo así pensé esta mañana, antes de ponerme a escribir. Y pensé, con atroz envidia, que mientras mi mundo angosto y previsible era desafiado por la nieve, otro mundo de incesante novedad y algarabía, un mundo regido por la impremeditada brisa del milagro, se desvelaba para otros, dispuesto a dejarse descubrir y conquistar.
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