El lastimoso escandalete protagonizado por Cristina Cifuentes ha servido para que sepamos que infinidad de politiquillos se tunean el currículum, añadiéndole doctorados y licenciaturas que no poseen, o aderezándolo con cursillos ínfimos que hacen pasar por titulaciones de ringorrango. Pero estos jetas pensarán: «Si las macizas que posan para las revistas tienen derecho a tunearse la jeta con fotochop, ¿por qué no voy a tener yo derecho a tunearme el currículum?». Me encanta el verbo ‘tunear’, pues, aunque a simple vista parece un anglicismo (de ‘tuning’, mejorar el rendimiento o la apariencia de un vehículo), puede entenderse también como el verbo que describe las acciones propias del tuno o tunante. Como tunearse el currículum, por ejemplo. Tunantes que han probado suerte con la impostura, para darse pisto y hacerse pasar por quienes no eran, los ha habido desde tiempos inmemoriales. Ahí tenemos, por ejemplo, al lampiño Jacob, que para que su padre Isaac, ciego y achacoso, lo confundiera con el velludo Esaú, se cubrió el brazo con una piel de cabritilla; y así, cabritilleando, obtuvo la bendición paterna, que tendría que haber recibido Esaú, por ser el primogénito. Aunque, en honor a la verdad, esta picardía la urdió Jacob después de que su hermano Esaú le vendiera sus derechos por un plato de lentejas. Que es, exactamente, lo mismo que hacen estos cabritillos o politiquillos tunantes que se tunean el currículum: pues, antes de engañarnos con sus títulos apócrifos, consiguieron que les entregáramos la universidad por un plato de lentejas boloñesas. Y, naturalmente, la convirtieron en un patio de Monipodio. Resulta, en verdad, tan pasmosa como irrisoria esta manía de tunearse el currículum que tienen los politiquillos tunantes. Pero mucho más interesante todavía resulta el mecanismo psicológico que los empuja a hacerlo, mucho más complejo de lo que a simple vista parece. En el politiquillo tunante que tunea su currículum hay, en primer lugar, desprecio hacia los pobres ilusos que le votan, a quienes considera una chusma de palurdos fácilmente impresionables. Y, junto a este desprecio hacia sus ilusos votantes, en el politiquillo tunante que tunea su currículum encontramos el patético complejo propio del mindundi, que confía en poder disfrazar a través de tan burda impostura su incompetencia, su inanidad, su ignorancia supina. Esta apestosa mezcla de desprecio hacia el prójimo y rechazo hacia uno mismo sólo admite una explicación patológica. E invita a reflexionar sobre un régimen político que encumbra y entrega el mando a personas tan lastimosas, tan corroídas a la vez de resentimiento y petulancia, tan heridas de oscuros traumas e incapaces de aceptarse como realmente son. Pero, en un nivel todavía más profundo, nos tropezamos con otra realidad aún más amedrentadora. El politiquillo que se saca un mastercito de chichinabo sin pisar por clase o que se doctora con una tesis que le escribe un negro sabe que chapotea en la degeneración; pero se trata de una degeneración plenamente legal. Naturalmente, el politiquillo saca más tajada de esta degeneración que el estudiante universitario llano, que tiene que asistir a clase y no puede sufragarse un negro que le escriba la tesis (sobre todo porque pagar la matrícula del máster de chichinabo lo ha dejado sin ahorros); pero, aunque no disfrute de las ventajas del politiquillo, el universitario llano está participando también de la degeneración que ha convertido la universidad en casa de tócame Roque, sacaperras infame y expendeduría de títulos de la señorita Pepis. Y esta degeneración, que tiene raíces muy profundas que ahora no podemos detallar, ha alcanzado espesor de mugre o de ciénaga con el plan o contubernio de Bolonia, que ha arrasado con los últimos vestigios del saber académico y convertido la universidad en una charca de ranas regida por criterios de marketing empresarial. En realidad, los currículos tuneados de estos politiquillos tunantes no son más que la expresión más auténtica –si se quiere ridícula y pinturera, mas no por ello menos auténtica– de una universidad fiambre, que ha convertido los exigentes títulos académicos de antaño en una birriosa ‘tarjeta de puntos’ que el estudiante completa libremente, como quien entra en una tienda de chuches y va llenando la bolsa con cursillos paparruchescos (y carísimos) que lo hacen creerse el rey del mambo. En realidad, los currículos tuneados de nuestros politiquillos no son más que la orla de moho que florece en torno a la carroña.
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