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ANIMALES DE COMPAÑÍA

Una luz no usada

Juan Manuel de Prada

Lunes, 14 de Diciembre 2020

Tiempo de lectura: 3 min

En la llamada ‘Casa de Vacas’ del madrileño parque del Buen Retiro exhibe sus cuadros en este adviento de temores y esperanzas mi admirada Paula Varona, que ha titulado su exposición Los caminos de la mirada. Paula Varona, que ha mirado el mundo desde todos los caminos y revueltas, desde cada atalaya y cada esquina, ha querido en esta ocasión mirarlo con una luz distinta, más cálida y ensimismada, penetrando en sus adentros, en una conversación amorosa con la tradición pictórica. A los grandes pintores se los reconoce porque saben pintar la luz. Pintar la luz no está al alcance del pintor academicista, ni del pintor iconoclasta, ni del pintor meteorólogo. Porque la luz es un estado del alma; y sólo puede pintar la luz el pintor capaz de desnudar su alma y exponerla en el lienzo. En la pintura de Paula Varona, como en la oda de fray Luis, el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada, una luz que tiene la palpitación de su alma; y quien se asoma a sus cuadros se siente invadido por esa luz, conquistado por ella, salvado por ella, metido en sus adentros, donde encuentra una clarividencia nueva con la que puede volver a bautizar el mundo. La luz que Paula Varona pinta es toda blanca. Traspasa el aire todo, envuelve las cosas despojándolas de su belleza caduca y engañadora, para alumbrarlas en su intimidad, en su más resguardado tesoro, que pasa inadvertido a los espíritus menos sensibles. «Yo no digo mi canción / sino a quien conmigo va», responde el enigmático marinero al infante Arnaldos que desea conocer su cantar. Y lo mismo responde Varona a quien se asoma al misterio luminoso de sus cuadros. Hay que despojarse de muchas ideas recibidas, de muchas legañas ruidosas, para poder empaparse de esa luz que transfigura el mundo y nos invita a navegar «por un mar de dulzura», que es la luz que Paula Varona derrama sobre el lienzo. Esa luz no usada que caracteriza y distingue la pintura de Paula Varona alcanza en esta exposición una dimensión nueva. Nunca se había enredado el pincel de nuestra artista en la crónica puntillosa del mundo, pero aquí su trazo se hace más esencial y despojado, se adelgaza de virtuosismos para ofrecerse más límpido y reposado que nunca, para que «ningún accidente extraño o peregrino» nos distraiga de la experiencia estética. Paula Varona dialoga con la tradición pictórica que la precede y, a la vez, puebla sus cuadros de una muchedumbre familiar o anónima. Paula Varona entra en los museos, que siempre se nos habían presentado como catedrales del arte, para convertirlos en bulevares por los que pulula la vida, para desmuseizarlos, para descatedralizarlos, para secularizarlos y a la vez investirlos de una nueva dignidad sagrada. Los paseantes que se detienen a contemplar los cuadros consagrados por la tradición los vivifican con su mirada y se dejan vivificar por ellos, en una transubstanciación recíproca, en un coloquio que no es únicamente espiritual ni tampoco meramente carnal, un coloquio (digámoslo así) celular, hecho de transferencias mutuas, en las que el arte queda lavado de academicismos y nuestra mirada trasciende la pura experiencia contemplativa, para ensimismarse en la obra de arte, para fundirse místicamente en ella, amada en el amado transformada, formando juntos una aleación nueva que la luz no usada de Paula Varona envuelva vivificadoramente. Así, el arte adquiere una dimensión nueva, se trasfunde con nuestra sangre, habita cada célula de nuestro cuerpo, cada anhelo de nuestra alma, que recupera «la memoria perdida / de su origen primero esclarecida». Así, la luz no usada que Paula Varona acierta a pintar es, como la música que Francisco de Salinas extraía del órgano, arte que nos eleva, vida que nos conduce hasta el dulce amado centro. Y todo esto lo consigue sin aspavientos hueros, sin alardes virtuosos, con un amor reposado y menestral por su oficio. Porque, para saber pintar la luz, hace falta ante todo amor, un amor que se posa generoso sobre todas las cosas, lo mismo sobre la muchedumbre que sobre el paisaje, lo mismo sobre las almas que sobre los cuerpos, lo mismo sobre el espacio y sobre el tiempo. Porque el amor es el manantial perenne del verdadero arte, el origen fecundo de todo lo grande, el principio eterno de todo lo bello; y la piedra de toque que distingue al verdadero artista. Para poder pintar la luz hay que amar el mundo que la luz contiene, desde el átomo inanimado a la criatura humana. Arte y vida unidos en la misma ley misteriosa del amor. Esta es la canción que Paula Varona dice a quienes se deciden a ir con ella, a quienes se rinden ante su luz no usada.

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