Viernes, 13 de Enero 2023, 13:37h
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Hay expresiones que adquieren un poder de sugestión tan desmesurado que anulan la razón y actúan a modo de mantras, creando entre las gentes una suerte de ‘suspensión de la incredulidad’. Una de esas expresiones sugestivas es, sin duda, la llamada ‘selección natural’, uno de los dogmas más inatacables del evolucionismo.
Mediante la ‘selección natural’ tiende a explicarse la transición desde los homínidos al hombre, pero también el origen de otras especies animales y vegetales. Se afirma que algunos individuos –los más ‘aptos’– tienen una mayor capacidad de adaptación ambiental, lo que redunda en una mayor capacidad genesíaca y de supervivencia, mientras que los ‘menos aptos’ no sobreviven ni logran reproducirse con igual pujanza. El concepto explica la supervivencia de los más aptos, pero no explica la aparición de los mismos. El propio Darwin, en El origen de las especies, reconoce que la ‘selección natural’ es una mera metáfora: «En el sentido literal de la palabra –leemos–, la selección natural es un término falso». Y es que para ‘seleccionar’ (para elegir o preferir) es imprescindible una inteligencia que discierna. Al decir ‘selección natural’ estamos atribuyendo a la naturaleza propiedades que no tiene, la estamos ‘humanizando’ al modo en que lo hacen las religiones primitivas o las películas de Walt Disney. De ahí que el propio Darwin reconozca que es más correcto hablar de «supervivencia de los más aptos», un hecho evidente que, sin embargo, no explica el mecanismo que ‘selecciona’ a los individuos según su grado de aptitud, ni tampoco de qué manera se transformarían esos individuos más aptos, hasta conformar otra especie.
Tiene muchas más posibilidades de sobrevivir un hombre haciéndose el mono que un mono haciéndose el hombre
La realidad es que la ‘selección natural’ no tiene propiedades ‘creativas’. No puede crear órganos ni funciones nuevas en un organismo, mucho menos transformar una especie en otra. Actuando –por ejemplo–sobre los monos, la ‘selección natural’ se quedaría con los monos más fortachones, con los monos más fecundos, con los monos más resistentes a las enfermedades; es decir, la ‘selección natural’ haría que los monos fuesen cada vez más monos, no que fuesen menos monos y más hombres. Por lo demás, desde el punto de vista biológico (que es el punto de vista evolucionista), el mono es un ser superior al hombre, porque tiene más aptitudes para la supervivencia. Si mañana abandonamos a un hombre y a un mono en la selva, descubriremos que el mono está mucho mejor dotado por la naturaleza para la supervivencia: el hombre no puede trepar a los riscos y a los árboles para protegerse de un incendio o de una fiera, el hombre no dispone de una pelambre que le permita protegerse de una insolación o de una helada, etcétera. Es decir, la ‘selección natural’ elegiría al mono y descartaría al hombre.
El hombre, desde luego, es infinitamente superior a cualquier mono gracias a su inteligencia. Pero si mañana apareciese un mono inteligente que se estremeciere ante la titilación de los astros o se quedare extasiado ante los trinos de los pájaros, que entonare madrigales a la amada o se interrogare sobre su destino de ultratumba, sus propios congéneres lo repudiarían; y sería inexorablemente descartado por la selección natural, pues acabaría mostrándose incapacitado para las cosas propias de su especie. Tiene muchas más posibilidades de sobrevivir un hombre haciéndose el mono que un mono haciéndose el hombre. Tal vez por eso –permítasenos la eutrapelia– hoy quienes más dinero ganan, quienes más aplauso y votos obtienen, son auténticos homínidos.
El resultado de la ‘selección natural’ consiste más bien en un efecto estabilizador que elimina a los individuos que se desvían del tipo, permitiendo la supervivencia de los que se mantienen fieles a él. Así que, a la postre, la ‘selección natural’ se puede entender como una metáfora a través de la cual se ilustra que la naturaleza permite la supervivencia de aquellos animales que se mantienen fieles a su tipo: las ratas, ratas; los monos, monos; los hombres, hombres. En cambio, no advertimos que actúe como una fuerza capaz de transformar una especie en otra. Y es que las características de todo organismo están programadas hasta el último detalle a través de la información genética que se transmite de los progenitores a sus descendientes, permitiendo que un animal engendre otro de su misma especie. Para que pudiera engendrar otro animal distinto, habría que alterar por completo esa información genética. Y esto la ‘selección natural’ no pude hacerlo, porque sólo actúa (y metafóricamente) sobre el organismo ya formado, no sobre sus genes.
Entonces, ¿cómo se producen las mutaciones orgánicas que exige la evolución de las especies? Trataremos de responder a esta pregunta en un próximo artículo.
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