En las grandes novelas de Auster (que abarcan un arco temporal de casi veinte años), el lector se quedaba prendido del despliegue imaginativo del autor, que lograba sembrar de desazones secretas los aspectos más anodinos de la realidad, que sabía entretejer como nadie memoria personal y metaliteratura, que sabía envolver con una magia inusitada las vidas de sus personajes, siempre a merced del azar y prestas a estallar en mil pedazos. ¡Qué personajes aquellos, que de repente se lanzaban a una epopeya de redención, que abandonaban una vida plácida y se convertían en proscritos, que abominaban del éxito y se metamorfoseaban en terroristas o pordioseros! ¡Cuánto he disfrutado con la lectura de novelas como Leviatán, El Palacio de la Luna o El libro de las ilusiones! Seguramente no fuesen los libros más ambiciosos ni los más originales del mundo, pero su escritura -tan engañosamente sencilla- ejercía sobre mí una fascinación electrizante; y siempre un vértigo metafísico asomaba por la esquina de la página, dispuesto a pegarle un revolcón al lector maravillado. Pero un día Paul Auster empezó a publicar libros que eran escurrajas de un talento exhausto, pálidos remedos de sus grandes obras de antaño. De repente, Auster se convirtió en un escritor previsible, mecánico, derivativo (de sí mismo), como si el oficio hubiese devorado por entero su gracia irrepetible, convirtiéndolo en una especie de sucedáneo que hacía girar la manivela de la máquina de hacer churros, brindándonos a cada poco obras vacuas y desfondadas (y, para más inri, infestadas de campanudas profesiones de corrección política). Entonces, cuando ya Auster llevaba ensartadas media docena de estas obras decepcionantes, decidió callar durante años. Interpreté ese largo silencio como un acto penitencial y como un propósito de enmienda; y cuando supe que se había entregado a la escritura de una larga y ambiciosa novela de más de mil páginas empecé a salivar de gozo, deseoso de hincar el diente al manjar. Porque estaba seguro de que en ese libro Auster iba a entregar lo mejor de sí mismo, para resarcir a sus lectores más fieles de sus últimas birrias. He dedicado una semana a la lectura de 4 3 2 1, la nueva novela de aquel marchito mago que sembró de pasmo mi juventud. Todos los críticos del mundo mundial la han recibido con ditirambos unánimes; pero todos los críticos del mundo mundial mienten como bellacos, con esa histeria euforizante y aspaventera que emplean quienes adulan al rey desnudo, celebrando su indumentaria. A Paul Auster hay que agradecerle, desde luego, el esfuerzo de acometer una novela tan copiosa; pero la calidad de una obra literaria no se mide por el número de páginas, sino por la sustancia de lo que en ellas se cuenta, por la encarnadura de sus personajes, por el poder de encantamiento de sus palabras, capaces de sumergir al lector en una ilusión que a sus ojos se torna palpable y vívida. Y en 4 3 2 1 todo es mazorral, prolijo, superfluo: una farfolla de estirpe memorialista, llena de lugares comunes, postureo progre y farragosas excursiones por la historia contemporánea de los Estados Unidos que el autor no logra vivificar y hacer sustancia novelesca en ningún momento. La premisa de la novela tiene, desde luego, mucho encanto. tras contarnos sucintamente la genealogía de su personaje, el autor se propone narrarnos su vida de cuatro formas alternativas, determinadas cada una de ellas por azares en apariencia nimios. Pero lo cierto es que esas vidas supuestamente diversas forman a la postre una misma masa indistinta que confunde y ahoga al lector, mientras el autor hilvana cansinamente recuerdos de su juventud, vistos siempre desde la misma perspectiva complaciente (como el abuelete que repite una y otra vez, como un disco rayado, sus batallitas universitarias). Todo en el libro es monótono como un campo de alfalfa; toda aquella electrizante capacidad que tenía Auster para asomar a sus personajes al abismo se ha esfumado, toda aquella magia que le permitía urdir vidas absorbentes e hipnóticas se ha volatilizado fatalmente. A Paul Auster hay que reconocerle, desde luego, que 4 3 2 1 no es una de aquellas últimas novelitas birriosas que perpetró antes de este largo silencio. 4 3 2 1 es una obra tesonera y esforzada como el remar de un galeote. Pero leerla harta como beber una gaseosa calentorra a la que se le hubiese disipado todo el gas; o, mejor dicho, como beberse una caja entera de gaseosas calentorras y sin gas. Que todos los críticos del mundo mundial la hayan alabado unánimemente sólo nos confirma que la gente prefiere vivir engañada, con tal de disfrutar del calorcillo que brinda el rebaño.