Animales de compañía

Mentiras

Juan Manuel de Prada

Domingo, 30 de Enero 2022

Tiempo de lectura: 3 min

Me resultaron de un cinismo conmovedor todas las muestras de repudio e indignación que causaron las presuntas ‘mentiras’ del tenista Djokovic, en su intento por evitar que lo deportaran. En realidad, aquellas presuntas ‘mentiras’ no eran sino trapacerías improvisadas chapuceramente; pues cualquier persona que resuelve mentir a las autoridades se preocuparía de urdir astutamente coartadas que blinden su mentira. Nada de esto hizo Djokovic, a quien por otra parte las inicuas autoridades australianas deportaron por razones que nada tenían que ver con aquellas trapacerías de poca monta.

Pero vivimos en una época tan perversa que los veniales apaños de Djokovic causaron inmenso alboroto en los medios de cretinización de masas, que se dedican por oficio a mentir sin recato (o siquiera a propagar y amparar las mentiras que maquinan y profieren los amos del mundo), según la consigna de Maquiavelo, quien consideraba que el pueblo merecía ser engañado. Sobre esta sórdida legitimación maquiavélica de la mentira se ha levantado el edificio de la política moderna. Pero, absurdamente, en un mundo donde la mentira maquiavélica se ha institucionalizado, los veniales apaños de un tenista escandalizan a todo bobo sistémico que se precie.

Los moralistas clásicos afirmaban que la mentira no está justificada; aunque, desde luego, consideraban lícito ocultar la verdad

Este episodio, tan delator de la subversión de las categorías morales en la que estamos inmersos, me ha hecho reflexionar sobre la naturaleza de la mentira; y también sobre si, en una época tan perversa como la presente, mentir puede ser lícito en determinadas circunstancias. Los moralistas clásicos afirmaban que la mentira no está justificada; aunque, desde luego, consideraban lícito ocultar la verdad o utilizar el mecanismo denominado ‘restricción mental’, que permite dar a las palabras un sentido distinto del que naturalmente tienen. También señalaban que no existe obligación alguna de decir la verdad a quien hace preguntas indiscretas; pues a su indiscreción en preguntar lo que no debe, se puede oponer nuestra discreción en no responder. Pero no responder, ocultar la verdad o ejercer la ‘restricción mental’ no es propiamente mentir. Sin embargo, tales instrumentos, que pueden resultar muy eficaces ante la indiscreción, resultan totalmente inanes ante la iniquidad. ¿Puede ser lícito mentir al hombre inicuo?

En las Escrituras nos tropezamos con el caso sobradamente conocido (y muy profusamente pintado) de Judith, que miente al general asirio Holofernes, que está a punto de destruir la ciudad de Betulia. Judith, fingiéndose seducida por Holofernes, entra con él en su tienda, lo emborracha y después lo decapita con su propia espada, llevándose la cabeza en una alforja. Santo Tomás afirma que Judith es digna de alabanza por su deseo de salvar a su pueblo, no por mentir a Holofernes; sin embargo, no habría podido salvar a su pueblo sin haber mentido antes a Holofernes. Así que en este caso, evidentemente, la mentira a un hombre inicuo se torna instrumento para alcanzar la justicia.

Algo semejante ocurre en el episodio menos célebre de las parteras Sifrá y Puá que se nos narra en el primer capítulo del Éxodo. El faraón egipcio les encarga que, cuando estén asistiendo en el parto a las hebreas, maten al fruto de sus entrañas, si se trata de un varón. Pero las parteras dejan con vida a los niños hebreos, provocando las iras del faraón, que las reclama de nuevo ante su presencia, para preguntarles por qué no lo han obedecido. A lo que Sifrá y Puá responden con una mentira: «Porque las mujeres hebreas no son como las egipcias, sino robustas y dan a luz antes que la partera llegue a su casa». A lo que el autor bíblico añade que «Dios favoreció a las parteras», llevando la prosperidad a sus familias, por «haber temido a Dios». Santo Tomás se apresura a aclarar que Sifrá y Puá no son recompensadas por Dios por mentir, sino por haber mostrado temor de Dios; es decir, por advertir que la orden del faraón era gravemente inicua y contraria a la voluntad divina. Sin embargo, por temor de Dios, podrían haberse limitado a desobedecer al faraón, exponiéndose luego a su ira; pero Sifrá y Puá, después de incumplir el mandato inicuo, mienten para evitar el castigo. Donde vuelve a apreciarse que mentir a un gobernante inicuo, cuando sabemos que se dispone a realizar actos malignos o quiere hacernos partícipes de los mismos, es algo moralmente lícito.

Holofernes y el faraón egipcio eran, desde luego, meros aficionados, comparados con la amalgama de iniquidad que hoy han logrado consolidar los amos del mundo. Mentirles nos parece, pues, plenamente lícito; pero para engañar a los hombres inicuos hay que ser ‘astuto como serpiente’, exigencia ímproba para quienes hemos nacido, como las palomas, con una vocación de candidez.


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